No me gusta nada el Señor Trump. Seguro que a él le importan poco mis gustos, pero yo siento la necesidad de decir lo que pienso. No me gusta su política migratoria, ni sus muros, ni su política de salud, ni la confrontación permanente en la que vive, ni los sustos que nos pega,… También él ofrece una imagen del poder que merece la pena tener en cuenta.
Si bien la esencia del poder no ha cambiado mucho, las maneras de obtenerlo y administrarlo han sufrido profundos cambios. Además, la personalidad de los poderosos es tan variopinta como la vida misma. En general, los políticos suelen ser bastante carismáticos, inspiran gran devoción, atraen y fascinan; y es evidente que los aplausos, las manifestaciones de lealtad inquebrantable y la sumisión les inflan fácilmente la vanidad. Mi profesor de derecho político solía decir que el narcisismo era una auténtica enfermedad profesional en los políticos. Y que, cuando el narcisismo se volvía intenso y dominaba las actuaciones de los poderosos, acababa siendo muy peligroso. Del narcisismo a los delirios de grandeza y, de ahí, a la angustia sólo hay un paso. Dicen los psicólogos que el narcisismo patológico se caracteriza por su persistente megalomanía, la necesidad de ser admirado y la poca empatía con los demás. Y señalan algo más: la arrogancia y los sentimientos de superioridad. Los demás son tontitos que necesitan ser llevados de la mano, conducidos hacia el éxito, la seguridad o el bienestar. Por eso, los narcisos no toleran las críticas y reafirman su inmenso ego humillando a los que les rodean hasta el punto de exigir una obediencia acrítica y sin fisuras.
Cuando veo a Trump (y a otros muchos jerifaltes que la historia nos ha deparado) constato que hay en él muchos de estos síntomas, algo realmente peligroso cuando se detentan responsabilidades tan grandes. Yo no sé (y por lo tanto no puedo diagnosticar a distancia) si el Señor Trump padece angustia, pero creo sinceramente que la provoca en otras muchas personas que ven amenazada su estabilidad personal, familiar, social y económica.
Es muy duro (pongo por caso), después de haber vivido durante decenas de años en Estados Unidos, de haber trabajado para el país y haber pagado impuestos, tener que hacer la maleta y ser puesto, incluidos el cónyuge y los niños, al otro lado del muro.
A mí, más que el equilibrio de los políticos, me preocupa la salud política de los países, la incapacidad de personas e instituciones para decir basta. Lo triste no es que haya corruptos (seguramente algo inevitable), sino que hayamos sido nosotros mismos quienes los hemos votado y aplaudido. Siempre habrá corruptos y gente que con su proceder es causa de justificada alarma. Pero cuando las instituciones democráticas funcionan y la sociedad ejerce la fiscalización, los malos políticos y los corruptos comienzan a escasear. Por el momento sería más que suficiente.