En las Guerras del Peloponeso, la poderosa Atenas envió a la pequeña isla de Melos un ultimátum requiriendo su apoyo y advirtiéndole que “Los fuertes hacen lo que pueden hacer y los débiles sufren lo que deben sufrir”.
En su inmortal novela “Crimen y castigo”, Dostoyevsky nos cuenta cómo Raskolnikov, autor de un horrendo crimen, explica ante el juez su conducta dividiendo a las personas en ordinarias y extraordinarias. Las primeras han de ser obedientes y dóciles y han de respetar la ley. En cambio, los hombres extraordinarios tienen derecho a infringir las leyes puesto que están movidos por objetivos superiores.
Nietzsche, al explicar su filosofía relativa al superhombre, atribuye a este facultades que, indiferentes a la moral y a la ley, le llevan más allá del bien y del mal. El superhombre, después de promover y constatar “la muerte de Dios”, define nuevos valores y sienta las bases de una nueva sociedad. Crea al nuevo hombre.
Al elogiar a Fidel Castro, el presidente Correa le atribuyó el mérito de haber trabajado para crear al nuevo latinoamericano, aseveración incauta y prosopopéyica que tiende a demostrar que a Castro, en su condición de hombre extraordinario, le era dado infringir leyes y principios con el fin de fundar una nueva religión política, proyecto que encarnaba y en cuya virtud todo le estaba permitido. Por eso Correa justifica cuanto Castro hizo y lo convierte en medida de lo bueno y de lo malo. Tesis que implica adoración y sumisión total al hombre extraordinario que gobierna a simples seres ordinarios. Nixon dijo, en un arrebato de ciego autoritarismo, que lo que hace el presidente es siempre legal.
Para Correa, parece que lo que hace el poderoso es siempre moral, aunque sea ilegal. Esta concepción le ha llevado a cometer los atropellos a los derechos y libertades que hemos sufrido los ecuatorianos. Correa, que ha dado pruebas de creerse extraordinario, se ha otorgado a sí mismo la facultad de definir, según su voluntad infalible (“yo nunca me equivoco”), el bien y el mal. Ha gobernado a hombres ordinarios a los que ha impuesto su voluntad. Ha infringido la moral y la ley considerándolas estructuras caducas u obstáculos que había que salvar para que la revolución triunfe. “Yo soy el pueblo”, dijo alguna vez, mientras, en su interior, probablemente reía con sorna ante la ordinariedad de todos los demás.
El socialista Chomsky, al constatar lo que ocurre al final de una guerra, dice que “solo los débiles y derrotados tienen que rendir cuentas por sus crímenes”.
Al acercarse a su fin la revolución política de diez años que ha dividido al país, y anticipando su cada vez más indudable derrota en las urnas, el próximo mes de febrero, el gobierno debe estar aterrorizado ante ese rendimiento de cuestas previsto por Chomsky.