Aquí en nuestra comunidad nos paramos duro… Supimos los problemas que vivían lo niños y niñas de otras comunidades por el cierre de las escuelitas. Por eso, cuando vinieron los funcionarios del Ministerio les dijimos que no, que no íbamos a obedecer la orden de cierre de la escuela… que la escuelita que la construimos con nuestro esfuerzo, que está cerca a nuestras casas, y en la que nuestros niños son felices y aprenden su cultura e idioma, allí se quedaba… y se quedó.”
Dirigentes de algunas comunidades que aceptaron el cierre de las escuelas, hoy mencionan lo siguiente: “Hemos decidido reabrir la escuelita con nuestros propios esfuerzos…No soportamos ver sufrir a nuestros hijos despertándose a la madrugada y luego caminar largas distancias, o como animalitos, montarse en cualquier camioneta para ir a las escuelas fusionadas o a las Escuelas del Milenio… Ya no tenemos plata para seguir pagando las camionetas para que lleven a nuestros hijos a esas escuelas… Muchas familias se han ido de la comunidad para arrendar algún lugar cerca de la nueva escuela… No queremos que la comunidad se destruya… Por esto hemos decidido no enviar más a nuestros hijos a sus nuevas escuelas y más bien decidimos reabrir la escuelita que estaba aquí en la comunidad… Esperamos que el Ministerio lo acepte y que los municipios y juntas parroquiales nos ayuden”.
Estos testimonios ayudan a comprender la complejidad de la situación de la sociedad civil en los 10 años de la revolución ciudadana. Desde el 2007 no solo hubo aplausos y enamoramiento a las propuestas del caudillo, edulcoradas por las políticas asistenciales y los bonos.
Hubo respaldo a las decisiones de la revolución canalizadas por dirigentes que pasaron a convertirse en funcionarios de algún nivel de gobierno. Luego hubo miedo y silencio forzado, de una sociedad rural cada vez más fracturada, dividida y perseguida a través de múltiples juicios por sabotaje y terrorismo a participantes de la protesta.
Sin embargo, como se ve en los testimonios, también hubo y hay acciones de resistencia, no solo de los dirigentes y de las grandes organizaciones indígenas, la Conaie y Ecuarunari, sino de los dirigentes de base, de los padres y madres de familia, desesperados por la educación de sus hijos. Dicha resistencia habla de una continuidad histórica de dignidad y de recomposición del tejido social frente a un Estado avasallante y homogeneizador. Pero no solo es resistencia, sino propuesta que le dice al Estado: respétame y compartamos la responsabilidad de la educación.
Tomar la educación de sus hijos en sus manos es una iniciativa valiosa de la comunidad. Tal medida ha tenido mucho éxito en otros lugares de América Latina, donde el Estado la ha apoyado. Esta idea debería entrar en la agenda de todos los presidenciables.