La batalla contra las drogas ilegales está perdida. A pesar de los intentos realizados para reducir su producción, descubrir y cortar las vías de distribución e impedir su consumo, el negocio sigue creciendo de forma exponencial, y se comenta como un secreto a voces que ha penetrado con éxito en todos los órdenes de la vida, ya sean estos públicos o privados, hasta conseguir, de un modo u otro, controlarlo todo.
Son millones las víctimas que nacen de la ilegalidad declarada contra este negocio: allí están los detenidos en las cárceles de todo el mundo por tráfico de sustancias prohibidas.
La gran mayoría de detenidos fueron apresados por llevar consigo dosis mínimas de drogas.
Allí están los caídos en el combate interminable de los Estados contra el narcotráfico, un negocio extraordinario de doble vía, pues además de incrementar los precios del producto en el mercado negro, aumenta notablemente las ganancias de los fabricantes de armas y equipos especiales para esa guerra sin fin; allí están los muertos, que ya ni siquiera se cuentan, por las batallas que libran a diario las mafias del negocio por el control de sus territorios y de sus vías de ingreso a los principales y más apetecidos mercados del mundo; allí están también, obviamente, todas las vidas destruidas por el consumo de sustancias residuales básicamente de origen químico, cada vez más asequibles para los estratos pobres, y cada día más adictivas y al mismo tiempo más mortales.
Se dice, quizás especulando o, a lo mejor con cierto fundamento, que la legalización de las drogas más comunes, entre ellas la cocaína, traería como consecuencia una disminución en el consumo tal como sucedió con el alcohol en los Estados Unidos durante los años treinta del siglo pasado, y también se asegura que la legalidad permitiría que la calidad de las drogas que se ofrecen en el mercado pudiera ser controlada y dosificada para causar un daño menor a la salud de los consumidores.
En todo caso, la sola reducción de la inseguridad en los países de producción y tránsito de la droga con la eliminación de las mafias creadas alrededor del negocio, y la consecuente derogatoria de los tipos penales relacionados con la producción, comercialización y consumo de estas sustancias, serían causas suficientes para que todos los Estados analizaran seriamente la legalización no solo desde el ángulo económico, sino también desde un aspecto moral que contemple en primer lugar, por supuesto, la salud pública de los ciudadanos con programas de tratamiento y rehabilitación, sino, sobre todo, que se despoje a los detractores de los actuales prejuicios contra las drogas ilegales, que causan menos muertes directas que el alcohol y el tabaco, pero que provocan muchas más muertes de gente inocente y una cadena interminable de víctimas indirectas, y que todos concluyamos con sinceridad que si seguimos en este camino, solo alentaremos el crecimiento exorbitante de un negocio gigantesco tanto para sus actores como para quienes los combaten.