Trato de vivir inmerso en la realidad que me rodea. Y, a pesar de ello, no siempre me resulta fácil descubrir a los nuevos desheredados: a esas mujeres que sobreviven a la rutina de la vida y a las injustas desigualdades a base de resistencia, voluntad y valor. Muchas de ellas pasan desapercibidas en el diario trajinar de nuestras grandes ciudades. Ellas saben que la luz del túnel está muy lejos y sin embargo, a pesar de ello, tratan de seguir adelante. Son personas imperfectas y sufridas, pero no se rinden.
Son mujeres. Son madres. Personas comprometidas con su propia vida y con la vida de sus hijos. Muchas veces son mujeres solas, abandonadas a su mala suerte, pero tenaces a la hora de seguir adelante aunque sea a trancas y barrancas, con su rabia y su impotencia pero, insisto, tenaces a la hora de atravesar el duro desierto de la vida. Muchas de ellas son mujeres creyentes, que han encontrado en Dios el apoyo que no encuentran en otra parte.
Alguien así tiene que ser única. Por eso, el pueblo sabio suele decir que madre no hay más que una. Y a ella, sola y sufrida, quiero dedicar mi columna de este domingo, segundo de mayo, en el que celebramos su día. Para celebrarlo he visto la hermosa película de Antonio Méndez Esparza “La vida y nada más”.
¡Cuántas veces la realidad supera la ficción! La película recrea la realidad con tal lujo de detalles que apenas deja espacio para los sueños. La vida es como es. Así hay que aceptarla y asumirla aunque las cicatrices dejen marcado el cuerpo y el alma al desnudo. La historia de la protagonista es la historia de una joven madre afroamericana que reparte su tiempo entre el trabajo en un restaurante y el cuidado de sus hijos, una pequeña de pocos años y un adolescente de semblante serio y mirada perdida, expulsado del colegio y en libertad vigilada.
Entre todos conforman un retrato tan descarnado como honesto de estos nuevos desheredados que pululan por nuestras ciudades, ajenos a las promesas políticas y a las guerras y a líos que nos envuelven. Me encantó la película porque su pulso es sereno y su ritmo contenido. Y, sobre todo, porque el director no juzga a nadie. Simplemente se asoma a las pobres vidas de los personajes atrapados por el sistema a través de sus discusiones, sus sesiones de terapia o sus entrevistas de trabajo. Son diálogos, encuentros y desencuentros que saben a verdad, palabras sabias ante la vida y sus inevitables conflictos y, al mismo tiempo, una lúcida desconfianza frente a quienes predican salvaciones de saldo.
Por mi vida pasan muchas madres así, que cargan fardos pesados y siguen adelante. Tampoco seré yo quien las juzgue. Más bien ellas me juzgan a mí sin pretenderlo. La honestidad de su empeño por sacar adelante lo que Dios puso en su vientre y en sus manos, basta para purificar mis intenciones y aclarar mis dudas. Así que simplemente les digo: feliz día.