Es el número de mujeres asesinadas (femicidio puro y duro) a lo largo del año 2017. Noventa y dos es sólo es una cifra, humilde al fin y al cabo en comparación con el desastre nacional que suponen los muertos, miles de muertos, ocasionados por los malditos accidentes de tráfico, la delincuencia o la deficiente atención en el campo de la salud, especialmente de aquellos que mueren no tanto por enfermedad, cuanto por el hecho de ser pobres.
¿Saben? Tantas maldiciones no son ningún consuelo.
La muerte de estas 92 mujeres, incapaces de defenderse o de mantener a raya a sus asesinos, es el reflejo de una sociedad todavía arcaica que siente como propiedad privada lo que no es suyo.
La crónica roja deja en evidencia no pocas fragilidades: la de la sangre que con tanta facilidad se derrama, los sentimientos encontrados de tantos hombres que pasan del amor delirante a la puñalada trapera, la escasa educación recibida y compartida, la incapacidad para reconocer la dignidad y la libertad del otro, para permitirle ser él mismo sin ser propiedad o mercancía de nadie, la falta de ética y de fe de alguien que nunca supo qué era el amor. ¡Ay, Señor, cuánta ignorancia!
Las fragilidades no sólo son personales. La casa de cristal (¡qué belleza de película!) deja también en evidencia tantas quiebras sociales y patologías postmodernas que van sembrando el paisaje de cadáveres, cuyo destino impune es el fondo de una quebrada, gracias al hecho de ser mujer, homosexual o diferente.
La pregunta sobre el hombre siempre será apasionante: qué tipo de hombre estamos construyendo entre todos… Pero no menos importante es el cuestionamiento social: qué sociedad estamos dando a luz desde el fondo de nuestras cavernas,… qué relaciones promovemos,… qué democracia,… qué futuro,… cuando ser macho dominador o hembra sumisa es más importante que ser persona. El femicidio es una herida y una deuda social que nos salpica a todos. Mientras tantas mujeres mueran así, de forma tan cruel, ciega e inevitable, no estén tranquilos. Cualquier demente puede robarles el corazón y la vida. Ni siquiera necesitan ser diferentes. Basta con que sean frágiles, pobres o pequeños. No sé por cuánto tiempo (pues nuestra capacidad de olvido es enorme), pero por ahora, en este país, todas las niñas indefensas se llaman Emilia.
Las raíces de la violencia van al mismo sumidero, a esa gran arqueta de porquería donde no habitan ni Dios, ni la justicia, ni la compasión. Y, aunque a algunos no les guste, yo creo que ahí está la causa de nuestros males.
Lo mejor que tengo: la vida, la fe, la capacidad de gozar cuando veo que alguien es feliz, o de llorar cundo advierto el dolor ajeno, me la han dado mujeres: María Elena, Sor Sabina, Victoria, Muskilda, Mari Carmen,… Ellas merecen un mundo mejor, vacío de violencia. Ellas merecen mantener intacto hasta el final del libro el eco del primer amor.