Ha caído en mis manos una copia del proyecto de Ley de Cultura que se encuentra en debate en el seno de la Asamblea Nacional.
No lo he leído en su totalidad porque confieso que su lectura desafía hasta la paciencia de Job –tal es su pesada y redundante redacción-. He mirado solamente algunos de sus pasajes principales y tengo la impresión (pero solo es una impresión) de que, en general, el proyecto es … razonable, pero inútilmente complicado. Sus defectos, que son varios, tienen desde luego diversos grados de gravedad, pero hay dos principales. Por una parte, es un texto en el que prevalece lo que podría llamar un “espíritu burocrático” si la burocracia pudiese tener algún espíritu. Si desempolvamos un poco la ya olvidada sindéresis (que parece haber fenecido en beneficio de la obsesión estatista) podría decirse lo mismo con más claridad en menos de la mitad del espacio empleado. Por otra parte, parecería que campea en ese texto la imprecisión conceptual. Para probarlo bastarían dos ejemplos: (1) aunque se reitera hasta el cansancio los principios de plurinacionalidad e interculturalidad, se sigue empleando el concepto de “nación” y de “cultura nacional” sin decir a cuál de las varias naciones o culturas del Ecuador se refiere el texto; y (2) bajo las palabras “espacio público” se entiende los espacios físicos que son de general acceso para todas las personas (calles, plazas, etc.), aunque en las teorías sociológicas de la actualidad se usa el concepto de espacio público para designar las formas de relación e interacción entre los ciudadanos. Es un concepto inseparable de los conceptos de sociedad civil y de ciudadanía, y no se refiere a ningún lugar, sino a la actividad o a las circunstancias que promueven el intercambio de opiniones: es en esa interacción donde se genera la opinión pública. Espacio público es la prensa, es la red cibernética, es la Asamblea Nacional (o debería serlo al menos).
A estos dos defectos, que son verdaderamente imperdonables en una ley que pretende regular las actividades culturales (¡!), se agrega otro: la abundancia de anacolutos, que dan cuenta de un olvido lamentable de la gramática y de la lógica. Por suerte el Ministro de Cultura es ahora un escritor de relieve, y tomará las medidas del caso para lograr que al menos esta ley se libre de los defectos que afean tanto el abundante quehacer legislativo de los últimos tiempos.
En cuanto al espinoso tema de la Casa de la Cultura, parece que, en general, el contenido de esta ley es … aceptable. Sin embargo, no atino a comprender cómo esta noble institución (cuya estructura brilla por su ausencia, en contraste con las minucias que se incluyen respecto a otras instituciones) va a tener ahora una “sede nacional” y una “coordinación nacional” con funciones que probablemente se entrecrucen, ni cómo se puede hablar de autonomía si en la ley se prescribe incluso el lugar donde funcionarán esas dependencias. Habrá que volver sobre este tema.