¿Es de los partidos, de los movimientos, de las mayorías parlamentarias, de los activistas políticos, de los asambleístas? ¿Es el fundo de un caudillo y sus cortesanos? ¿Es de los “revolucionarios”, de los iluminados, de los propietarios de la verdad?
Me pregunto todo esto porque al Estado le siento cada vez más distante, cada día más distinto, extraño, indiferente; porque el Derecho ya no convoca las mínimas lealtades que alguna vez suscitó; porque, entre la manipulación de los unos y el descuido de nosotros, la ley se ha transformado en herramienta de opresión, en mensaje que contiene mucha literatura barata, cantidades insufribles de ideología caduca, e, infaltablemente, la amenaza de una pena. Me pregunto esto porque no hay instituciones, hay personajes de ocasión, hay discursos, hay reacciones tardías, hay un enorme malentendido sobre la función de la política y los límites del poder.
Me pregunto esto porque veo que los presuntos propietarios del Estado siguen defendiendo sus trincheras para dificultar la tarea y el desafío de restaurar las instituciones y revivir la confianza en el empleado, el juez, el asambleísta, el concejal, el alcalde; tarea y desafío que el mandato del cuatro de febrero entregó al Consejo de Participación Ciudadana, conformado por un grupo de gente impoluta, de esa que parecía extinta, pero que está allí, como testimonio de que el “otro país”, el nuestro, aún vive.
Los que andan con la idea de que hay que limitar las acciones del Consejo, los que se escandalizan de lo que Julio César Trujillo dice o hace, no han entendido que sobre el precario mandato que ostentan los asambleístas, sobre la representatividad diluida entre las agendas electorales de cada cual, sobre los cargos y las funciones, prevalece lo que la gente ordenó en la consulta: que se restituyan las instituciones; que concluya la apropiación de la autoridad por un caudillo; que reviva el principio de responsabilidad del Estado y sus gestores y empleados; que rindan cuentas; que expliquen lo que hicieron con la República.
El mandato que recibió el Consejo de Participación va más allá de la letra chiquita, o de la interpretación abogadil de cualquier texto, que ha sido, y es, el método para entender la función pública. Es un gran mandato de restauración. Es un mandato de reivindicación de las instituciones. Es un encargo para poner los fundamentos de lo que debería ser un Estado al servicio de la gente, un sistema judicial independiente, una administración eficaz y honorable, que permita que cada persona ejerza sus derechos y planee su porvenir sin contar con el humor de un caudillo.
Las tareas del Consejo son el primer paso en el camino difícil de hacer otra Constitución, de renovar la República, y de devolverle el Estado a la gente.