Rafael Correa tenía razón. Decía que nos íbamos a acordar mucho de él. Con la presunta mega corrupción de su gobierno, por supuesto. En lo que respecta a educación, también. Su reforma fue un verdadero terremoto. Lo bueno y lo malo que construyó el país en décadas, en 10 años de correato, quedó en escombros.
Discurso educativo maquillado con grandes frases: educación como derecho, interculturalidad y formación integral, encubría un modelo homogeneizador, excluyente y elitista. Implementado con derroche, improvisación y con claros intereses clientelares, fortaleció al extremo el protagonismo estatal, liquidando la actoría de estudiantes, maestros y familias, desalentando la innovación y burocratizando la actividad docente: formularios, planificaciones y evaluaciones desdibujaron la pedagogía.
La reforma educativa de la revolución ciudadana se nutrió del modelo neofordiano, la reproducción en la escuela del sistema fabril y de la producción en serie, que tenía por finalidad crear entidades humanas similares, sin pensamiento crítico, listas para engranarse con eficiencia en la producción y el mercado. El mecanismo más eficiente fue la aplicación de los sistemas de evaluación estandarizada. Otra fuente inspiradora fue la cárcel. Escuelas convertidas en espacios de control de estudiantes y maestros a través del miedo.
Pero la reforma no solo se nutrió de la fábrica y de la cárcel, sino en otro dispositivo administrativo y cultural de origen colonial, las reducciones de indios. Así, entre 1569 y 1582, el Virrey Toledo, muy eficiente administrador de los intereses de la corona española en el Perú, puso en práctica una política de concentración y movilización de pueblos originarios dispersos y diversos, y así facilitar el control de la mano de obra, el adoctrinamiento religioso, la sujeción política y sobre todo la rápida recaudación del tributo indígena.
En el 2012, en semejanza a lo relatado, bajo un eficientismo tecno-burocrático, el “virrey educativo” anunció desde el ministerio, que el sistema educativo bajaría de 19.000 a 5.000 establecimientos. Los niños y jóvenes de zonas dispersas se concentrarían en las escuelas del Milenio o sus similares, concebidos como centros de la “reducción” educativa. Por tal medida neocolonial, hasta el 2017, se cerraron miles de escuelas rurales y los niños y niñas caminaron largas distancias para llegar a sus nuevos centros de estudio donde les espera la exclusión y el racismo; padres de familia angustiados migraron de sus pueblos para acompañar a sus hijos y comunidades indígenas ancestrales tuvieron síntomas de disolución.
Presidente Moreno, las Escuelas del Milenio no solo son “elefantes blancos”; son reducciones modernas, defendidas por el correísmo. Pregunta: ¿Qué hará el morenismo con semejante carga?