Madrid está caliente, no solo por la entrada del verano sino porque los españoles se disponen a acudir a las urnas por primera vez en 40 años, contados desde que estalló la guerra civil. Estamos en junio de 1977 y hay mucha alegría en las calles y en los bares y en las caras de las gentes. Además, ha arrancado el destape y en los quioscos de revistas se miran portadas de mujeres semidesnudas y titulares de prensa por los que hasta hace poco ibas directamente a las mazmorras del franquismo.
Con buena puntería he llegado a festejar el fin de la dictadura y gastarme los derechos de mi primer libro en jamón serrano, callos a la madrileña y chatos de vino que valen una peseta. Ahora, en busca de mi amigo José, cruzo la soleada e imperial plaza Mayor, desciendo por el arco de Cuchilleros, que huele a orina, paso ‘Las cuevas de Luis Candelas’ y doy con el letrero mas creativo de la ciudad: ‘Aquí no comió Hemingway’.
Brillante, justo para los gringos que descubren España de la mano de Papá Hemingway, estos universitarios que traen ‘Muerte en la tarde’ y ‘Fiesta’ en la mochila y rastrean paso a paso dónde comía y dónde bebía el maestro antes de asistir a una corrida en Las Ventas, en la época gloriosa de Ordóñez, Dominguín y Ava Gardner.
Tomando una caña en la barra, le comento a Luis que alguien que siguió la ruta andina de Simón Bolívar, al toparse en cada pueblo con una placa que rezaba ‘Aquí durmió el Libertador’, terminó preguntándose si sería por eso que le llamaban el Padre de la Patria. Ríe José y opina que todos esos tíos eran unos cachondos. Tan cachondos que hicieron marchar a la Madre Patria.
Hoy, 40 años después, todos los periódicos de Madrid y la televisión recuerdan aquellas elecciones legendarias que las ganó Alfonso Suárez, quien fue el gran artífice de la transición a la democracia.
Ilusionado, como si no hubiera pasado nada, cruzo otra vez la inmensa plaza bajo un sol de justicia y salgo por el arco de Cuchilleros, pero descubro que en el umbral del local solo cuelga un letrero pequeño: ‘Hemingway never ate here’. Quizá por eso ya no pienso en Bolívar sino en su formidable heredero, Correa Delgado, que en sus sabatinas imperiales separaba las aguas del bien y el mal cual Júpiter tonante, antes de narrar, hecho el humilde, lo que había comido en cada pueblo.
Entonces se me prende el foco: algún guerrero podría extraer unos 50 millones más de los jubilados, dinero suficiente para que los ñaños publicistas vuelvan a filmar al caudillo, con gafas, casco y sonrisa postiza, en la canastilla de la misma moto del documental turístico. Así recorrerían el Ecuador dejando placas en cada hueca, ‘Aquí comió Correa’, para que las generaciones futuras puedan seguir sus huellas gastronómicas.
Además, alimentado en cuerpo y alma, el ególatra no se arriesgaría a que lo echen de los restaurantes quiteños y alguien termine colgando el letrero ‘Aquí no comió Correa’.