Cuando esto escribo ( miércoles 21, día del Inti Raymi), apenas han pasado doce horas del acto inaugural de Camilo Restrepo como nuevo Presidente Nacional de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Lo nombro así, aunque la nueva Ley de Cultura le designa de otro modo, y lo hago porque pienso que la Casa sigue siendo una, como lo prueba la misma elección de Restrepo, que recibió el voto casi unánime de los directores de los núcleos provinciales. Todos confirmaron la unidad institucional concebida por su ilustre fundador, que conocía nuestro país y nuestra cultura más que toda la congregación de funcionarios que formularon y aprobaron ese despropósito: la ley vigente.
El acto que menciono fue un ejemplo de sobria elegancia y contrasta con la estrepitosa parafernalia de los actos oficiales de los últimos años. Luego de apenas dos discursos que en conjunto tuvieron una hora de duración, el público que llenó el Teatro Nacional recibió como regalo una brevísima muestra de lo que hace la institución: excelentes interpretaciones de la música ecuatoriana. Y eso fue todo.
No obstante, en esa brevedad los dos oradores condensaron las líneas maestras de una política cultural que vuelve por los fueros de la Casa. El nuevo Presidente enunció lo que bien puede ser la semilla de una nueva filosofía institucional, acorde con los tiempos que vivimos, y enumeró algunos de los programas que se propone desarrollar para iniciar una nueva época en la ya larga historia de la primera institución cultural de la República. Y Raúl Pérez, el flamante Ministro de Cultura que hasta hace un mes fue también Presidente de la Casa, confirmó las ideas de Restrepo, proponiendo a su vez una rica concepción de la cultura y de la gestión cultural por parte del estado: una concepción que deja atrás (y ojalá para siempre) la obsesión por dirigir, regular y controlar lo que por su propia naturaleza solo puede existir en libertad. Ambos intelectuales coincidieron, desde luego, en la urgencia de reformar la Ley y transformar su reglamento, dictado al apuro cuando ya fenecía el régimen anterior.
Es oportuno, por lo tanto, recordar que la cultura no es un adorno prescindible ni se reduce al espectáculo, como quisieran aquellos que solo la conciben como una mercancía producida por las industrias culturales. La cultura es, para decirlo brevemente, la conciencia crítica de una sociedad: sin ella, cualquier comunidad humana solo puede quedar a la deriva, incapaz de labrar su futuro. Y la Casa de la Cultura, que después de los estremecimientos de la primera mitad del siglo XX, fue en su nacimiento el centro de producción de la ideología que cimentó la consolidación del estado nacido de la Revolución Liberal, debe ser ahora el crisol donde se fragüe la nueva ideología que sustente el clima de justicia y libertad donde se haga realidad la proclamada nación pluricultural. Creo que las nuevas autoridades del Ministerio y de la Casa garantizan el comienzo de la gran tarea de lograrlo.