La Residencia de Estudiantes, en la Ciudad Universitaria de Madrid, pocos años antes de ese terremoto que fue la Guerra Civil, era un lugar de convocatoria pues alojaba también a profesores sin familia, los más intelectuales y científicos de lo más avanzado y moderno que había en la España republicana. Uno de ellos, un joven ingeniero especialista en resistencia de materiales que ya tenía prestigio en el exterior.
En aquella residencia se les veía de tarde en tarde a personajes que con el tiempo se volvieron históricos como Negrín, Hernández, Marañón y Américo Castro. Contemporáneamente ya circulaba la Revista de Occidente fundada por Ortega y Gasset. Un faro de luz, aquella revista, y no solamente para las conciencias españolas. Fue tal el alcance que tuvo que según el decir de la época fue la cuna que meció al mejor sistema educativo que había en Europa y que fue implantado por la República Española. Con el vozarrón y esa suerte de pasión desmedida que ponía Negrín cuando hablaba, o sentenciaba mejor dicho, se le oyó decir que con aquel ingeniero construirían una nueva España con nuevos materiales, justicia social incluida.
Bien sabido es que en la Ciudad Universitaria de Madrid se dieron los combates más feroces entre republicanos y nacionales. Cayó la República presidida por Negrín. Desapareció la Revista de Occidente y de la Residencia de Estudiantes apenas los escombros que yo vi muchos años más tarde. El final de los tiempos para aquel ingeniero, cuando un profesor de una universidad que se iniciaba potente y esplendorosa en los Estados Unidos, vino a su recate pues aquel centro de estudios superiores requería de sus conocimientos.
Cuando el martes último pasado Guadalupe Mantilla de Acquaviva se despidió de quienes habíamos sido sus colaboradores como articulistas de opinión de EL COMERCIO, por esas interconexiones que me enfrentan con mi álter ego, me vino a la mente esa estupenda novela historiada de Muñoz Molina, cuyo título es el de este artículo. Me hallaba asistiendo al final de los tiempos de la familia Mantilla que por más de 100 años había logrado mantenerse como sostén y animadora del periodismo independiente en un país como el nuestro.
En tal memorable ocasión también tomé la palabra. Llevo 35 años de opinar en el espacio que me brindó EL COMERCIO. Puede que tengan razón quienes me califican de ácrata. Mis opiniones no se han compadecido con imposición alguna. A nadie he reconocido con autoridad como para insinuar siquiera líneas editoriales. Con algo más de 1 400 artículos de opinión no recuerdo que uno de ellos haya sido cuestionado y dejado de ser publicado. Hay algo más. En momentos en extremo difíciles fue doña Guadalupe Mantilla la mejor defensora de mi derecho a opinar. La veo alejarse y me invade la pena. El final de mis tiempos se aproxima también.