Esa extraña palabra…

Estimulado sin duda por las efusivas expresiones que en estos días solemos escuchar en todas partes, acabo de recordar una remota lectura que muy rara vez vuelve a mi memoria. En ella, un hombre que ha llegado al umbral de la vejez descubre inesperadamente a la muchacha que ha trabajado junto a él durante varios años: nunca se había fijado en ella, pero en medio del estupor que le ha causado la idea de su próxima jubilación ha reparado por fin en su presencia. Más aún, aunque la muchacha apenas tiene la misma edad de su hija, nace entre ella y aquel hombre una relación amorosa.

Él se llama Santomé; ella, Avellaneda. Así, sin más, tal como se llaman entre sí los empleados de oficina o como se llamaban en el Uruguay de los años cincuenta. Lo que al principio parecería no tener más horizonte que el de una aventura galante, se transforma muy pronto en un amor profundo, de esos que conmueven hasta los tuétanos; pero el hombre, que es viudo y vive con sus hijos, no se atreve a desafiar los convencionalismos que condenan todavía las uniones que no hayan sido bendecidas y sacramentadas.

Un día, mientras se dirigen al departamentito que él ha alquilado para sus encuentros clandestinos con Avellaneda, son sorprendidos por un furioso aguacero. Sin encontrar dónde guarecerse, no tienen otra alternativa que soportarlo, y corren tomados de la mano como dos adolescentes. Empapados, llegan al fin a su refugio, toman por turnos una ducha, y envueltos en toallas se encuentran al fin junto a la ventana. El aguacero (¿una de esas repentinas tormentas de verano?) ha pasado ya; por la acera del frente va trotando un perrito: el animalito se detiene junto al poste que tienen justamente delante de la casa, levanta la pata, y sigue después su trotecito. Santomé y Avellaneda han mirado en silencio aquella escena de simplicidad elemental y se han sentido envueltos por una intensa experiencia de la felicidad, una experiencia que ni él ni ella han tenido jamás. Cuando al fin se miran a los ojos y se besan, aquella experiencia ya se ha disipado.

La escena, que marca el comienzo del fin de aquella breve historia de amor, se encuentra en “La tregua”, que algunos consideran la mejor novela de Mario Benedetti, a quien consideré mucho más como persona que como autor literario. Pienso, sin embargo, que será difícil encontrar una mejor expresión de la felicidad: esa extraña palabra designa algo inefable que nos envuelve de pronto para disiparse enseguida, como si no pudiésemos atrapar; algo que no se puede explicar y solo se puede vivir intensamente unos segundos, porque la humana naturaleza no está hecha para soportar indefinidamente. Es extraño, por lo mismo que la gente pueda decir despreocupadamente “¡feliz año!”, como si creyera posible un año entero de felicidad. Ojalá mis lectores puedan encontrar varios momentos como ese fugaz momento de Santomé y Avellaneda; ojalá para ellos la vida sea el próximo año todo lo buena que puede ser.

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