La historia es de sobra conocida: la integración que inicialmente tuvo el Consejo de la Judicatura, según la Constitución de Montecristi, sufría de ambigüedad y novelería; pero, luego de la metida de manos de la consulta popular del 2011, el Consejo se convirtió en la práctica en un organismo dependiente de la Función Ejecutiva. Por decir lo menos; una aberración jurídica.
Producido ahora el cese de sus miembros, y en vísperas de empezar una nueva etapa, surge por enésima vez la misma constatación y la consiguiente preocupación: la solución de fondo, con miras al futuro, no consiste en el relevo de personas, sino en la modificación sustancial de las instituciones del Estado. Y este es un tema que continúa pendiente.
Según la Constitución, el Consejo de la Judicatura se integra con cinco “delegados”, elegidos de ternas enviadas por el presidente de la Corte Nacional de Justicia (su delegado preside el Consejo), por el Fiscal General, por el Defensor Público, por el Presidente de la República y por la Asamblea. Al margen de quienes sean los delegados, tenemos una conformación político-institucional, que tiene dos derivaciones negativas: este cordón umbilical propicia la dependencia del organismo de quienes detentan el poder, como ha ocurrido en estos años; y excluye la representación de los propios jueces, de los abogados, de las facultades de derecho, es decir de quienes son los llamados, principalmente, a opinar, evaluar y exigir en esta materia. Si se recurre al derecho comparado se observará que se privilegia tal representación y se minimiza la de los entes políticos.
Por ahora la designación de los nuevos integrantes está en manos del Consejo de Participación transitorio. Deberá pedir las ternas correspondientes y elegir a los nuevos integrantes del Consejo de la Judicatura. Estoy seguro de que estas designaciones recaerán en personas de honestidad comprobada, de solvencia intelectual y académica, y cuya independencia del poder esté garantizada. Estoy seguro también de que, si los integrantes de las ternas no reúnen tales condiciones, las ternas serán rechazadas. Pero, ¿qué podrá suceder en los años venideros, cuando el Consejo de Participación se constituya con vocales elegidos en votación popular? Se trata de un verdadero salto al vacío de impredecibles consecuencias.
Insisto en mi opinión, e insistiré hasta el cansancio: el Consejo de Participación Ciudadana debe desaparecer, por ser una institución peligrosa, inoficiosa, antidemocrática, creada perversamente en Montecristi, para consolidar el proyecto de la revolución ciudadana; también, la integración del Consejo de la Judicatura y la forma de designación de sus miembros, y muchos otros capítulos de la Constitución.
Pero, ¿cómo hacerlo? ¿O deberemos resignarnos a soportar este engendro constitucional y a sobrevivir como un estado que pretende ser democrático, pero que se encuentra en el filo de la navaja?
Columnista invitado