El respetado maestro y querido amigo Simón Espinosa ha propuesto en sus últimos artículos, con su habitual sabiduría y atrevimiento, retornar sin más trámite a la Constitución reformada en 1998.
No cabe la menor duda de sus ventajas frente a la Constitución vigente, culpable, en buena parte, del descalabro que hemos vivido en los últimos años. Y no solo porque fue la herramienta perfecta para el ejercicio abusivo del poder y para la impunidad consiguiente, sino también porque, desde el punto de vista de la técnica legislativa, es desmesurada, ambigua, llena de contradicciones y de novelerías. En una sola palabra: un desastre. Y es evidente, así mismo, que el país no puede seguir a cuestas con esa carga perversa.
Dentro de la ortodoxia jurídica, se diría que el camino apropiado para eliminar los mil errores de la Constitución, sería reformarla. Y ahí comienzan las dificultades, porque el proceso de reforma previsto en la Constitución es tan enrevesado, y las reformas que habría que hacer son tantas, que lo más seguro es quedarse a medio camino. O que resulte, como ya sucedió, que varios años después, se dejen sin efecto las reformas, porque, singularmente, la aprobación había sido inconstitucional.
Queda ciertamente la reforma por medio de un referéndum. Y también ha habido algunos en estos años. Y ahora mismo se está tramitando otra reforma a través de este mecanismo.
Pero me pregunto si tales reformas han mejorado significativamente el texto constitucional.
Y la respuesta es un terminante no. Baste decir que no se ha eliminado el Consejo de Participación Ciudadana, el peor, el más peligroso de los engendros creados en la Asamblea de Montecristi.
Por eso confieso mi pesimismo frente a los repetidos procesos y a los nuevos anuncios de reforma constitucional. En último término, a pesar de los cambios que se puedan implementar, la Constitución seguirá siendo un conjunto de reglas descoordinadas y un pésimo instrumento para el manejo del país.
Entonces ¿una nueva constitución? Tampoco. Es complejo y dilatado establecer las reglas para la convocatoria y reunión de una constituyente.
Además, los riesgos políticos que se crearían en un clima de alta volatilidad, como el que vive el país, llevan a prescindir de esta opción.
En puridad, no hay manera de desenredar ese nudo gordiano. Como en la vieja historia, hay que cortarlo de un solo tajo.
Estamos efectivamente en una emergencia constitucional. Podríamos decir que hay un alarmante estado de necesidad, que requiere de soluciones extraordinarias.
Por eso me sumo con entusiasmo a la propuesta de Simón. ¿Cómo llevarla a la práctica? Toca a los constitucionalistas encontrar la respuesta. Escuchemos sus opiniones.