¿Sabe usted, amable lector, qué es la ‘economía naranja’? Se trata de un “invento” que fue presentado hace poco por Felipe Buitrago e Iván Duque (ambos funcionarios del BID) en un libro cuya versión española ha sido publicada por Santillana/Aguilar, bajo el auspicio de varias entidades internacionales: la Organización Mundial para la Propiedad Intelectual (OMIP), la (Unctad), la Consultora Oxford Economics, y otras.
Concebido como un manual de atractivo diseño gráfico, empieza recordando la vieja idea de que la cultura es algo inútil desde el punto de vista de la economía, y la refuta con el argumento de las cifras: el desarrollo de nuevas ideas creativas en el campo del arte y la cultura generó el 6,1% de la economía mundial durante el año 2005, y representó la bicoca de 4,3 billones de dólares en el 2011. Lanzado así el anzuelo, continúa con el desarrollo de la receta naranja, porque asegura que el naranja es el color de la cultura y la espiritualidad (¿?), una receta que, según dicen los autores, América Latina y el Caribe no pueden darse el lujo de desperdiciar.
Como se puede ver, este es el rostro “amable” y tentador de la invasión del capitalismo al territorio de la cultura. Se trata de reducir la creación artística y cultural a su exclusivo valor de cambio, lo cual significa tratar los objetos culturales (poemas, novelas, obras dramáticas, musicales o plásticas) como si fuesen simples mercancías, consolidando así el mercado como única instancia de validación de lo humano. Esta operación no puede realizarse sin reducir, e incluso eliminar, el valor de uso de los objetos culturales (la exploración de lo humano, la crítica y la incertidumbre), y hacerlo sin importar si se trata del arte aureolátrico, como decía Walter Benjamin, o del puro goce estético. (Aun más: es de temer que, desde el punto de vista ‘naranja’, algo vulgar, cursi y de mal gusto como “Mis adorables entenados” adquiera más valor que el Hamlet de Shakespeare o la Antígona de Jean Anouilh.)
Ya que he nombrado a Benjamin, vale la pena recordar que existe una distancia inconmensurable entre las obras que exigen ser reproducidas sin dejar de ser únicas (un filme, por ejemplo, o un libro, o una grabación de música), y aquellas otras para las cuales la reproducción mecánica es un proceso externo que viola su naturaleza y la desvirtúa (como una miniatura de las Venus de Milo hecha en plástico).
Si no tiene sentido negarse a los estímulos para el primer tipo de obras, resulta criminal permitir y alentar la producción del segundo.
Tiemblo al pensar que en muchos lugares del mundo gobiernos deshumanizados y voraces adopten la ‘receta naranja’: su aplicación banalizará los objetos culturales y terminará por matar la cultura.
Rosa Luxemburgo hablaba de la desembocadura del capitalismo en la barbarie: en ella, el cadáver de la cultura quedará insepulto como el de Polinices sobre una naturaleza muerta y agotada.