Cuarenta y tres gritos, silencios, dolores y angustias,… y el poso amargo de dudar (¡una vez más!) de la condición humana…
Ni México, ni el mundo, ni el hombre, ni el pobre niño abrasado por la barbarie, ni las madres que pasean su desconsuelo por las calles del planeta, se merecen semejante cosa.
Los humanos nos merecemos nacer, vivir y morir en un horizonte de esperanza que no puede quebrarse por ningún otro interés que no sea la dignidad humana. Y, ustedes lo saben bien, quien causa tanto dolor es aquel que, por intereses de poder, está dispuesto a destrozar la vida de cuarenta y tres adolescentes.
México nos tiene acostumbrados a semejantes escenarios… Pero México somos todos, padres y madres de hijos que un día salieron de casa y ya nunca más volvieron.
Duele ver el mundo con los ojos de tanto sufrimiento, tan alejado de la compasión, tan ajeno a la justicia.
“Vivos se los llevaron y vivos los queremos”. Son los infinitos desaparecidos de la historia y es el clamor del pueblo que no se resigna a renunciar a lo que es suyo, nada más suyo que la propia carne, su luz y su tesoro.
Por eso las madres se agarran a un clavo ardiendo, a un hilo de esperanza, a cualquier suspiro nacido de adentro,… Cuando se ama tanto, uno saca fuerzas de flaqueza y descubre, aunque el cuerpo y el alma estén partidos, el valor de la resistencia.
Es curioso que, frente al poder del mal, al abandono de los políticos, el contrapunto sea la calle. Por doquier, la calle es el espacio de la ira y, al mismo tiempo, de la esperanza.
Cuando uno se ve tan solo y abandonado, conviene alzar la vista y unirse a los que sufren el mismo dolor. ¿Qué queda si no es caminar juntos? Desde México a Hong Kong, la calle se ha convertido en el Portal en el que Dios acampa… Y éste, el de Dios, sí que es un fundamento verdadero. Sin él, el mundo queda huérfano de instancias de apelación y en manos de los poderosos.
No se queden sentados cómodamente en su butaca, al calor de un mundo hecho sólo a la medida de sus intereses.
Y en este tiempo de señuelos y apariencias no se dejen encandilar por las luces de neón. Porque, cuando eso ocurre, el músculo moral se atrofia y ya no somos capaces de advertir la corrupción y el dolor que nos rodea y, menos, de salir a las calles a gritar la indignación y la esperanza.
En el fondo, la muerte de los cuarenta y tres estudiantes mexicanos son cuarenta y tres razones para seguir viviendo. Algún día el Señor del Adviento vendrá y juzgará al mundo.
Mientras tanto, hay que preparar el juicio y cuidar la vida, para que ningún inocente muera en vano. Sólo el bien vence al mal.