Intelectuales, artistas, periodistas, músicos de imborrable recordación, solíamos reunirnos en la casa de mis ancestros en la plaza Victoria. Se trataba de un reencuentro con nosotros mismos. De una arcilla privada deshecha por el tráfago de las luchas cotidianas, persistente como materia prima insustituible, cuyas formas definitorias recuperábamos el rato de reír o entristecernos por encima de la gazmoñería que aflige a toda sociedad. El tiempo ha pasado, y cuando decimos pasar es porque nos ha dolido. Simples seres humanos, sabíamos que el futuro es siempre extraño, dejando a los diocesillos ambulatorios que trazaran proyectos milenarios. Carpe diem (toma el instante).
Recorren mi memoria los poetas Francisco Granizo Ribadeneira, Euler Granda, Manuel Zabala Ruiz; los pintores Diógenes Paredes, Nilo Yépez, Carlos Catasse, Manuel Viola, quien no cesó de acudir a esos encuentros durante su paso por Quito; los músicos Enrique Espín Yépez y Claudio Aizaga; viejos maestros: Atanasio Viteri Karolys y su hermano Horacio –lobo solitario y blasfemo-, Miguel Ángel Zambrano, Augusto Arias, José Alfredo Llerena, Humberto Vacas Gómez…
Convocación del ingenio de las palabras alrededor de ese universo ilusorio pero único que forjamos alrededor de una botella de licor, y también fragua de nuestra sustancia íntima a través de elucidaciones sobre libros, literatura, filosofía, arte, la política y sus depravaciones intermitentes, en suma, el gozoso dolor de vivir. Comienzo y fin de un ciclo imposible de olvidar. ¿Escapismo? ¿Fragilidad ante una pétrea y absurda realidad de espíritus reacios a someterse a ella? ¿Simple alcoholatría? No. Convocación de soñadores empedernidos que de mil y una maneras queríamos cambiar el mundo. (Mi hermano y yo nos iniciamos pronto en el santo oficio de la bohemia).
La bohemia: fascismos de izquierdas o derechas son enemigos de esta gracia de los dioses. En nuestros lares, de vez en cuando, aparecen autócratas puritanos cuya divisa es prohibir todo aquello que contraría su acendrado conservadurismo.
Resentidos, homofóbicos, narcisos redivivos, condenan según los dictados de sus pudibundas conciencias -encarnación de la verdad como están convencidos ser-. Todo lo que se opone a sus credos les trastorna, amedrentan a sus vasallos, fungen de sahumeriantes de Papas y prelados, invocan a Dios, aplican con sevicia su manía de proscribir las benditas flaquezas de los seres humanos.
Las máscaras del héroe de Juan Manuel de Prada es, quizás, la recreación más vívida de la bohemia desatada por la Generación del 27 y del 98 y la nombrada Novecentismo. Luego vinieron parnasianos y simbolistas, el Modernismo que cubrió nuestra América, la Generación decapitada, denostada por dogmáticos de la izquierda de turno, así, al infinito.
La bohemia siempre existió y nunca se extinguirá. Una sentencia árabe reza: “hay que beber hasta la penúltima copa”. ¿Usted es capaz de seguir este exhorto? Yo nunca pude y doy gracias a cualquier dios por esa ineptitud.
Columnista invitado