Uno de los problemas más graves, que derivan del crecimiento y del intervencionismo del Estado moderno, radica en la tendencia a apropiarse de asuntos que, hasta hace poco, pertenecían a las personas. Parte esencial del patrimonio moral y de la intimidad del individuo fue la idea de la felicidad, aquello de realizarse cada uno como sujeto y de “vivir” en el sentido integral de la palabra, y no de “sobrevivir” entre sobresaltos y angustias; fue aquello de tener un espacio razonable de autonomía y una básica garantía para ejercer las libertades; fue eso de prolongarse en los hijos y en los nietos, y de proyectarse en lo que cada uno hace, en sus obras mínimas o grandes. Aquello de no sentirse sometido, y de tener seguridad.
La felicidad, al menos para mí, es la mínima certeza de ser cada día más persona; de ser sujeto con dignidad efectiva, individuo que se sabe, y que es, distinto de la masa que absorbe y anula, hombre o mujer que tiene en su horizonte la posibilidad cierta de llegar a la plenitud por su esfuerzo, y gracias a un ambiente razonable que lo permita. La felicidad es irrevocable tarea personal, que no puede transferirse ni al padre ni a la madre, y peor aún al Estado.
La organización política no puede apropiarse de la felicidad de la gente. Puede y debe crear las condiciones necesarias para que cada cual, en forma libre y responsable, se aproxime a su perfil de humanidad, para que cada uno sea el actor del mínimo drama de su vida. Eso lo que se conocía en la teoría política como “el bien común”, que no aceptaba ni el poder dadivoso ni el poder intervencionista, y menos aún, la idea de suplantar a las personas en la tarea de llegar. No admitía tampoco hacer de la felicidad capítulo de una ideología, ni consigna de un catecismo ni oficina burocrática ni tesis de una doctrina. La felicidad de las personas no es asunto del Estado. Su tarea es construir un camino, crear condiciones, respetar la autonomía, propiciar posibilidades de convivencia. Nada más.
El problema estaría en transformar a la felicidad -que es lo más personal y lo más libre que tiene cada cual-, en teoría que apunte, como decían los teóricos de los socialismos fallidos, a crear al “nuevo hombre” a imagen y semejanza de lo que propusieron sus ideólogos. La experiencia, aún fresca y viva, fue trágica porque transformó a los ciudadanos en seres obedientes y callados, a los hombres libres en desterrados, a la cultura en propaganda y a los países en prisiones. El “nuevo hombre” que lograron expropiando el concepto de felicidad, fue un ser silenciado por el miedo, dependiente de la burocracia, humillado por la tarjeta de racionamiento.
Así pues, la felicidad es tema arduo, asunto del fuero íntimo, irreconciliable con el poder.