Quería traer muestras de usos del español quizá desconocidas entre nosotros, pero frecuentes en España. Escrita la primera parte de mi artículo, debí borrar como 300 caracteres para que fuera publicable. Vaya aquí también la promesa de una segunda parte.
Con gracia inusual, don Fernando Lázaro Carreter (1923-2004) escribía sus ‘dardos’: crónicas cuya protagonista era la lengua hablada o escrita de sus coterráneos. Arrojaba sus comentarios -lanzas finas y aguzadas- contra el decir de hablantes de toda laya, buscando remediar lo remediable, e insistir en aquello que solo tendrá arreglo para las mentes menos obtusas, de las que él creía no había muchas en su derredor; los reunió luego en dos admirables volúmenes titulados “El dardo en la palabra” y “El nuevo dardo en la palabra”. Insistía, verbigracia, en el horrible uso de ‘humanitario’. En efecto, aunque todas sus acepciones se refieren a la búsqueda del bien, a lo caritativo y benéfico o a lo que aspira a aliviar los efectos de la guerra u otras calamidades’: La Cruz Roja es organización humanitaria, porque asiste a las víctimas de conflictos armados; Juan es humanitario: busca el bien de los demás, los usos periodísticos lamentables del término hablan de ‘catástrofes humanitarias’, de ‘ataques humanitarios’ catástrofes o ataques que destruyen a los seres humanos o su entorno. Las catástrofes y desgracias son humanas, jamás, humanitarias. ¿Seguiremos llamando ‘humanitario’ al crimen, a la mendicidad, a la estupidez humanas?
‘El nuevo dardo’ evoca la expresión poco común entre nosotros de ‘dar la lata’ que significa molestar, importunar a alguien. -Niño, deja de dar la lata, piden las madres o los maestros españoles a los chiquillos que rondan en derredor. Si la expresión es curiosa, su verdadero encanto radica en saber cómo y por qué los españoles comenzaron a usar ‘dar la lata’, o el adjetivo ‘latoso’, que se atribuye al que fastidia insistentemente.
Pero vayamos a uno de los personajes más amables y amados de nuestra literatura, el Coronel que no tuvo quien le escribiera. Doy este salto, inspirada por lo que Lázaro Carreter cuenta. Según el filólogo, ‘los soldados viejos, en el siglo XVII, andaban de despacho en despacho mendigando compensación a sus cicatrices que adveraba el rollo de documentos metidos en un tubo de lata’; sus demandas eran, pues, pura lata, ellos ‘daban la lata’. Nuestro coronel no era del siglo XVII ni, dada su proverbial delicadeza, daba la lata a nadie cuando cada viernes bajaba discretamente a la oficina de correos del puerto con la esperanza de recibir la confirmación de su derecho a la pensión de veterano de la guerra civil.
Una digresión útil: ya se habrán preguntado ustedes sobre la casi desconocida forma verbal ‘adveraba’. Adverar significa ‘certificar, dar por cierto algo o dar por auténtico algún documento’. El tubo de lata que llevaban los soldados viejos contenía en rollo los documentos que adveraban sus proezas.
¿Cómo y quién adverará estos afanes?