Raymond Lichet afirmaba, sobre el escritor francés Albert Camus: ‘inscrito en el Partido Comunista que luego abandonó, siguió siendo un hombre de izquierda, es decir, un hombre que cree que el progreso social es posible y que cada hombre tiene derecho a la libertad, a la justicia, en una sociedad que le dé todas las oportunidades para ser feliz”… Camus, extraordinario escritor y pensador, dio al mundo de las ideas una palabra y actitud proféticas: su obra nos habla poderosamente, luego de casi sesenta años de su prematura muerte y de una larga época de silencio lleno de prejuicios esterilizadores, que creyó condenarlo.
Evoco las palabras de Lichet, en el inicio de un ‘nuevo’ Gobierno, sabiendo que no es indispensable pertenecer a bandos ni camarillas, decirse de izquierdas o derechas, jurarse salvadores. Que la palabra revolución, traída y llevada, gastada, degradada y mentirosa, solo ha logrado dividir, usada para la demagogia populista y corruptora que aprovecha la pobreza e ignorancia de una mayoría desgraciada, que ningún cambio ve en sus vidas, si no es para peor.
Hay principios centrales, heridos entre nosotros en estos diez años, aunque reivindicados en las promesas del presidente electo Lenin Moreno, que reitera cómo, desde su Gobierno, se abrirá el diálogo. Su insistencia reconoce la oprobiosa carencia de palabra en que vivimos la última década; el silencio humillante, la inexistente interlocución en que se sumió a todos los que, por propias y personales razones, no concordaron con la enfermante personalidad de su predecesor, atormentada por un ego incontrolable y un inaudito afán de poder. ¿Hubo ‘estilo’ en su avidez de dividir con gritos e insultos adobados por el adulo mentiroso de los seguidores? ¿Lo hubo en el ataque y la amenaza a quien esbozara la más leve crítica contra modos, palabras, deudas, dispendios, exhibiciones, falsificaciones, corrupción?…
Pero el diálogo solo es posible en libertad: en el respeto a la libre opinión, se ennoblece la propia; en libertad se asciende a la justicia, a la verdad de nuestros límites. En la aceptación de la libertad del otro enriquecemos la nuestra.
La libertad mostró imposibles las formas de totalitarismos asesinos que se probaron y prueban aún en largos años de dolor y muerte de la historia pasada y reciente. En incesante lección se impone a ellos la íntima libertad que la naturaleza humana proclama como supremo valor.
Don Quijote, tras haber dejado comodidades y lujos en el palacio de los duques, frente a los arduos caminos castellanos, vuelve a lanzarse a la hambrienta aventura de la vida, y comenta a Sancho, personificación del pueblo llano: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.
Devuélvanos la libertad, señor presidente, en el diálogo y la justicia, en poderes independientes que ennoblezcan su gobierno.