Para entender en algo el caos y el perjuicio causados por Correa a la economía nacional, hay que detectar a los ángeles y demonios que se disputaban la mente de este líder resentido que ahora especula con la “frágil salud” del presidente Moreno.
Ángel y demonio al mismo tiempo, el primero que asoma en la lista es el Che Guevara. Todos vimos a Correa al borde del éxtasis en la tarima, con el puño en alto, cantando en coro con su gallada “Tu presencia, comandante…”. Pero en lugar del verde oliva de los guerrilleros, sudado, sucio, sufrido y trajinado para bien y para mal por la Sierra Maestra y las quebradas bolivianas, Correa, Glas, Patiño y las sumisas lucían camisas verde-plástico, verde-publicidad-de-celular, recién salidas de la tintorería.
¿Se parecían en algo Correa y el Che? Sí, ambos eran jóvenes y fotogénicos en su momento de gloria, inteligentes, enérgicos y narcisistas. Buena parte del mito del Che se sostiene no tanto en su vida como en su pinta de actor de cine capturada en dos fotos perfectas: la clásica con la boina y aquella tan reproducido en el aniversario de su viacrucis, la del mesías acomodado para la eternidad en una lavandería de Vallegrande. Pero si uno compara este testimonio de una tragedia con las frívolas imágenes de los 17 costosos honoris causa que se exhiben en Carondelet siente vergüenza ajena.
En el campo militar, la historia del Che muestra un éxito heroico e indiscutible en Cuba y dos fracasos rotundos en África y Bolivia. Como no era un gran estratega, sacó las conclusiones equivocadas del triunfo de la Revolución cubana y su campaña en Bolivia estuvo plagada de errores de principio a fin. ¿Qué extranjero en sus cabales podía ir a ofrecer a un país que había hecho su reforma agraria la creación de otro Vietnam, es decir, del infierno y el napalm en sus humildes tierras y esperar que lo respaldaran?
Los hechos de armas de Correa caben en dos días: uno, cuando hizo el amago de aterrizar con escolta armada en Honduras, a la que definió en tono épico como “un buen lugar para morir”; movida intervencionista del Alba que fue bloqueada por el ejército hondureño y costó algunas vidas. Dos, ese 30-S que el país miró por televisión, de modo que nadie (salvo la Justicia, que se dedicó a cazar chivos expiatorios) ignora quién fue el principal responsable. Pero tampoco es justo equiparar las víctimas del asalto al hospital con los 200 fusilamientos con juicios exprés que el Che ordenó en La Cabaña, donde marcharon por igual esbirros de Batista y personas condenadas sin la menor prueba.
Con sus luces y sombras, el Che era un revolucionario de los años 60, ateo, estoico, enemigo de Washington pero también de Moscú, equivocado quizás pero consecuente con sus valores. ¿Qué tiene que ver con el profesor de una universidad high, graduado en EE.UU., que se dio la gran vida a costilla nuestra y ahora llora por volver a Carondelet?