Se han cumplido cien años de la revolución de los bolcheviques que instauró por primera vez un régimen socialista en el planeta. La ideología marxista se plasmó aquel octubre de 1917 cuando el pueblo ruso, empobrecido y hastiado por tres siglos de gobierno de la dinastía imperial de los Romanov, se rebeló contra el sistema capitalista, y, lleno de esperanza, se lanzó a la primera aventura real del socialismo.
Atrás había quedado el disfrute exacerbado y obsceno de lujos, riquezas, y placeres exhibidos impunemente por los Romanov, derrochadores a manos llenas de los recursos públicos, mientras aquel pueblo, en su mayoría rural, pasaba hambre. El testimonio contradictorio de esta época llena de esplendor desde el punto de vista arquitectónico y cultural son los palacios, museos y templos que adornan hoy ciudades monumentales como San Petersburgo o Moscú. El contrapeso, la enorme diferencia de una realidad opulenta y dispendiosa de las altas esferas de poder, frente a la marginación y miseria de su pueblo.
Pero la tan ansiada revolución, que debía cambiar por necesidad el destino de aquel pueblo (eso es justamente lo que debería buscar una revolución, un cambio favorable en el futuro de su pueblo), fue tan solo un sueño efímero que pronto se desvaneció dejando al descubierto una nueva era de terror en la que morirían de forma brutal más de treinta millones de personas en los regímenes totalitarios dirigidos por Lenin y Stalin. En efecto, los bolcheviques habían alcanzado el poder ofreciendo a su pueblo no solo la concreción de sus sueños sino también la venganza contra los Romanov. Así, Nicolás II, el último zar de Rusia, su esposa Alejandra y sus cinco hijos, fueron apresados, exiliados y asesinados. Pero esta nueva aventura del socialismo solo le regalaría a los rusos la sangre de sus antiguos gobernantes y la de millones de hombre caídos durante los años posteriores, pues sus necesidades jamás serían satisfechas por el nuevo régimen.
A pesar de que el socialismo soviético demostró ser un fracaso (posteriormente todos los regímenes socialistas han confirmado ser una catástrofe), los seguidores de esta ideología crecieron de forma exponencial en el planeta, de manera especial durante los años de la llamada guerra fría que dividió al mundo entre los dos imperios más poderosos del siglo XX, los Estados Unidos y la Unión Soviética, representando, respectivamente, al capitalismo y al naciente socialismo. Así, naciones como Cuba y Corea del Norte, que vivirían sus particulares procesos revolucionarios, suscribieron la receta socialista más que por convicciones ideológicas, por acomodos políticos y necesidades económicas.
El tan pregonado antiimperialismo, dirigido hacia la potencia estadounidense, se convirtió pronto en la anexión al otro imperio dominante de la época, la Unión Soviética, un gigantesco conglomerado de naciones que terminó cayendo de forma estrepitosa en 1991.