Pocas elecciones presidenciales en los Estados Unidos se han definido con la presentación de ideas tan contrarias al espíritu democrático de su pueblo, como las que consagraron el triunfo de Trump, quien se retrató de cuerpo entero al recurrir en su campaña a los más bajos argumentos populistas. Se lanzó contra las prácticas de la democracia, dividió a sus conciudadanos, insultó a sus críticos, escandalizó, dejó en claro sus prejuicios machistas, discriminatorios y racistas, se burló de cuantos le sugirieron hablar con moderación. Y, preocupantemente, triunfó.
Uno de sus más criticados programas consistió en anunciar que, para resolver el problema de la migración ilegal, construiría un muro en la frontera con México, cuyo costo obligaría a pagar a la nación azteca.
Es abominable que, mientras universalmente se proclama el respeto a los derechos humanos -aunque en la práctica aún se los viole- quien gobernará la primera potencia mundial recurra al más elemental de los métodos para presentarlo como solución a un problema de complejidades múltiples. Si los desiertos, los ríos torrentosos, la fatiga y el hambre no han sido capaces de prevalecer sobre la esperanza de viajar en búsqueda de una vida mejor, ¿lo logrará un muro imperialista?
La prepotente decisión de Trump nos habla, además, de su mentalidad autoritaria. Los EE.UU. tienen el derecho de buscar soluciones a sus problemas, entre ellos al migratorio. Pero deben hacerlo sin desmedro del derecho internacional y, más aún, de la dignidad de todos los seres humanos. Olvidar estos principios básicos le ha llevado al presidente de Filipinas a asesinar con sus propias manos –así acaba de confesarlo- a traficantes de drogas. Así resuelven sus problemas los prepotentes.
No hay duda que la mentalidad de Trump queda claramente retratada en su proyecto de muro y, como si eso fuera poco, en su anuncio de que el costo lo pagará México. ¿Cómo pensará doblegar al gobierno azteca?
Trump ha dicho que trabajará para devolver a su país la grandeza perdida. Si para hacerlo va a optar por métodos tan arcaicos como imponer restricciones al comercio con China -lo que puede degenerar en una guerra económica y encarecer la vida de los norteamericanos cuya clase media consume un altísimo porcentaje de productos chinos- hay razones para preocuparse. Parecería que para Trump la grandeza de los EE.UU.
consistiera en imponer sus criterios en todo el planeta. No entiende que el muro, convertido en símbolo de una forma de hacer política, alimentará los antagonismos ideológicos y dará nueva fuerza al “anti imperialismo” que empezó a desaparecer al fin de la guerra fría.
¿Tendrá la razón el presidente Correa cuando, sonriente, dijo que el radicalismo de Trump le hará un gran favor al agonizantesocialismo del siglo XXI?