No hace mucho tiempo escribí un artículo titulado “El corrupto feliz”, feliz de robar impunemente. Y hoy, por la fuerza de los hechos, toca volver a la carga sobre esta sarna que asola nuestro tejido social.
En procesos electorales, todo el mundo tiende a hacer de la corrupción un arma arrojadiza, dejando en evidencia los pecados de acción y de omisión del poder de turno. Pero el tema no sólo es político, que ciertamente lo es y de grueso calibre: basta ver y tocar los enormes fallos de fiscalización que tiñen de negro la res pública…
El tema afecta al corazón del hombre, siempre dispuesto a sucumbir (palabra utilizada repetidamente en estos días) ante la fuerza arrasadora del dinero. Se lo decía yo, días atrás, a un candidato a la presidencia que, con enorme persuasión, exponía sus buenas intenciones: “Usted no estará solo; tendrá que rodearse de gente corruptible, dispuesta a vender la primogenitura por un plato de lentejas o de petrodólares… Tendrá que estar atento, seleccionar bien a la gente que le rodee y ejercer un control democrático claro y eficaz para que la codicia humana no se transforme en expolio político. Al dinero póngale candado”.
Lo triste de la corrupción no es sólo el dinero que se roba a los pobres, a los ciudadanos de una patria mil veces, maltratada, sino el tipo de subcultura que se promueve, absolutamente inmoral, en la que todo vale con tal de ganar dinero, todo está permitido con tal de enriquecerse. Así, la conciencia se adormece, la familia se convierte en un club de sicarios bendecidos por la fortuna, y la función pública pasa a ser la gran oportunidad de meter mano en las arcas del Estado. Lo peor es que el sueño de la impunidad funciona y los malos acaban volando más aprisa que los buenos.
Al calor de la contienda es fácil decir que los malos son siempre los otros y que la corrupción tiene necesariamente el color de un movimiento o partido político… Cierto que determinadas políticas pueden alentar la corrupción y volverla insaciable, pero, si ustedes analizan nuestra historia, parejas situaciones salpican nuestro vivir político-económico. La corrupción, desde el inicio de los tiempos, está ahí, agazapada en las entretelas de una condición humana siempre dispuesta a pecar en arca abierta. Para no pocos, la honestidad consiste en que no les pillen…
En tales circunstancias, mi inefable tía Tálida, que llevaba la economía de su casa con admirable pulcritud, solía decir que el origen de todos males dependía del hecho de que se estaba perdiendo el temor de Dios… Razón no le faltaba. Hoy cada uno se ha convertido en juez de sí mismo, juez demasiado benévolo y consentidor. Es evidente que semejante razón no vale para los ateos, pero cualquiera puede traducirla con facilidad: allí donde la fe se prostituye, la conciencia se apaga o la ética se ignora, el hombre se corrompe y acaba renegando de su humana condición.