La semana pasada nos hemos reunido en la Universidad Católica de Quito un numeroso grupo de personas, representantes de instituciones civiles y eclesiales, ocupadas y preocupadas por el tema de la migración y del refugio. Había que tratar el tema de los venezolanos y no esconder la cabeza debajo del ala. No había ningún producto, ni interés político, ni sigla que vender. Estaba el problema, 700.000 venezolanos transitando por el país, la inmensa mayoría camino de otros lares, todos con la cruz a cuestas, escapando del horror, de lo que significa no ser nadie en la propia tierra. Y estaba un buen número de hombres y de mujeres convencidos de que sin solidaridad no hay proyecto humano ni divino que salve al hombre de la desgracia. No puedo citar a todos los presentes pero sí destacar la presencia callada, más propia de un aprendiz que de un maestro, del Nuncio Apostólico. Su sola presencia nos recordaba que el Papa se ha tomado muy en serio el tema, que hoy sus veinte puntos y sus cuatro verbos (acoger, acompañar, proteger e integrar) iluminan cualquier foro o debate sobre movilidad humana. Curioso y terco resulta ser el Papa Francisco que, en este como en otros muchos temas, rema contra corriente, enarbolando la bandera de la dignidad humana.
Del Encuentro se pueden deducir unas cuantas cosas. Primero, la gravedad del problema que se convierte en un auténtico éxodo. La Iglesia siempre ha reconocido este derecho migratorio como un derecho humano incuestionable: buscar espacios y horizontes nuevos donde poder vivir en paz y salvar la vida, la propia y la de los hijos. Y algo más. Me refiero con orgullo a las entrañas compasivas, a la generosidad de nuestra buena gente, a la que ahora toca retribuir lo que recibió de tantas partes del mundo cuando la tierra tembló y echó por tierra vidas, haciendas y esperanzas. Al amparo del debate comprendimos que había que unirse, que no era cuestión de unos pocos, sino de todos. Porque una emergencia humanitaria sólo puede ser afrontada por todos.
En medio de este inmenso problema nuestra política exterior luce desmayada. Seguimos dependiendo de la ideología periclitada del régimen anterior y de los discursos populistas de la Unasur. Nos olvidamos donde está la raíz de la tragedia: en manos de un hombre necio y alocado al que le importa un comino sacrificar a su pueblo con tal de que él y su grupo detenten el poder. El genio de la política volverá a ser elegido por una mayoría aplastante y de nada servirán protestas y éxodos. El falso respeto que se invoca (y dale con la soberanía) huele a hipocresía y ya va siendo hora de que el Ecuador diga ¡basta! y se ubique con claridad democrática frente a Maduros, Ortegas y Guachos. ¡Cortas se quedan las plagas de Egipto!
Vivimos tiempos recios y toca cerrar filas en torno a un proyecto democrático, solidario e incluyente. Un proyecto de todos.