Más allá de los fundamentalismos

Los asesinatos perpetrados contra los redactores de la revista Charlie Hebdo en París y la barbarie desatada por el llamado Estado Islámico (¡cuánta crueldad, Dios mío!), han provocado en el mundo occidental una auténtica islamofobia, metiendo en el mismo saco a todos los musulmanes.

En estos días he tenido acceso a la recensión de la última novela (“Soumission”), de Michel Honellebecq, el narrador francés más leído en la última década y, sin duda, el más polémico, atrevido y visionario. El autor plantea un escenario político inquietante, en el que un musulmán gana las elecciones generales del 2022 y es elegido presidente de la República francesa. ¿Se imaginan la irritación de media Francia? ¿Tendrán las mujeres que vestir túnica y usar el burka? ¿Abandonarán el mercado laboral o los estudios? ¿Tendrán que decir adiós a la liberación sexual? ¿Las universidades se volverán islámicas? ¿Desaparecerá la cultura cristiana? Lo cierto es que el Islam (palabra árabe que significa “entrega a la voluntad de Dios”) es la religión que crece de forma más acelerada en el planeta.

Más allá de la novela de Honellebecq, hay una cuestión nuclear que tendría que hacernos reflexionar. En millones de personas existe una necesidad real de Dios y el regreso de la religión no es un eslogan, sino una realidad.

En nuestro mundo occidental, el fenómeno queda distorsionado por la aparente indiferencia de muchas personas que han hecho del bienestar personal, de la plata y del consumo, un auténtico becerro de oro. Quienes navegamos en los entresijos de la conciencia y del corazón humano, sabemos que, en muchos casos, esa indiferencia es un fuego de artificio que apenas esconde las heridas del corazón. ¿Podrán el hombre y la sociedad sobrevivir sin religión? El fundamentalismo islámico nos dice claramente que no. Pero es triste y dramático para un cristiano contemplar la barbarie a la que dicho fundamentalismo puede llegar.

Nada hay más nuclear en el evangelio de Jesucristo que la misericordia entrañable de un Dios que es Padre. Nuestra humanidad queda marcada por una relación filial y fraterna que excluye cualquier violencia que ofenda al hombre en su dignidad. Por eso, es inaceptable desde la óptica cristiana que alguien pueda matar en el nombre de Dios. Esta certeza marca la diferencia entre una religiosidad encerrada en sí misma, ajena a la tolerancia y al diálogo, y otra religiosidad abierta a la experiencia siempre honda y liberadora del amor al prójimo.
Personalmente, vivo persuadido de que el cristianismo es la forma más humana de vivir y de morir. Al final de su vida, Jean-Paul Sartre, prisionero de su propia libertad y abocado a la “nada”, escribía así en el Nouvel Observateur (marzo de 1980): “Yo me siento como un ser esperado, provocado, prefigurado, como un ser que no parece poder venir sino de un Creador, y esta idea me remite hacia Dios”…Es bueno desmentirse, aunque sea en la última vuelta de la vida.

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