No escribí nada en torno al Día de la Madre. La fecha parecía imponer un artículo edulcorado lleno de lugares comunes. Para mí es difícil olvidar que todos los días son maternos, llenos de gratitud y de nostalgia. Así que, pasada la fecha, prefiero mirar la tierra que piso y recordar los pasos que tantas mujeres dan buscando el bien de otros, hijos de la carne o del corazón.
Hablo de las mujeres en fuga, de aquellas que tienen que huir de un marido descerebrado que ha hecho de la violencia, y del femicidio una forma de expresión de la propia barbarie. Las cifras de la violencia son escandalosas y reflejan un país arcaico, encerrado en sus propios miedos, sobre todo en el miedo a la libertad.
Hablo también de aquellas mujeres, habitantes de este mundo, que tienen que huir de la propia casa, país y cultura. De aquellas que tienen que traspasar fronteras, huyendo de guerras y de la pobreza del sur del mundo; mujeres que modifican la geografía de las fronteras y la geopolítica mundial, descomponen los equilibrios y nos obligan a repensar nuestros valores más profundos. Y todo ello, a pesar de la soledad del itinerario, donde de la esperanza de la partida se entra a un verdadero calvario en nombre de la vida futura. Mujeres abandonadas a sí mismas, atrapadas a las puertas de Europa o de EE.UU.
Mujeres que parece que dejan de ser mujeres y que, a pesar de tanto sufrimiento, mantienen viva su esperanza y la de sus hijos.
Hablo de las mujeres que tienen que huir de la pobreza, que han hecho del trabajo su tarea cotidiana y que cobran menos que los hombres, no por trabajar peor, sino por ser precisamente mujeres.
Hablo de aquellas que son víctimas de trata y no logran huir de la prostitución en la que las han metido. Mujeres invisibles, encerradas entre las cuatro paredes de un mísero motel, amarradas como esclavas a su propia historia.
Hablo de las mujeres que huyen de la acomodación y salen a la calle y gritan contra el tirano y protestan a la puerta de una prisión reivindicando el derecho de saber si su marido vive o muere.
El poder es experto en levantar muros y en frenar los pasos que conducen a la libertad. No se hagan ilusiones: podemos levantar muros cada vez más altos, pero los desplazamientos de las mujeres proseguirán. No habrá retrocesos. En medio del dolor seguirán dando a luz esperanzas nuevas. Las mujeres saben acoger, acompañar, sostener y, al final, permanecer en silencio a los pies de la cruz.
Bueno sería que, más allá de nuestros imaginarios patriarcales, entre todos comenzáramos a pensar en políticas nuevas, en nuevas pastorales, en planes de integración serios, que acompañen a mujeres y niños a lo largo de todo el camino. Hay que estar atentos.
La voz femenina se está volviendo el lado más interesante de nuestra historia y hay que escucharla, sobre todo cuando camina y ayuda a caminar.