En estos días me ha tocado acompañar y consolar a un joven amigo que ha perdido a su madre. Y, aunque necesita tiempo para pasar el duelo, le he regalado una película hermosa, “Estiu 1993”, que espero que suavice el dolor inevitable de la ausencia.
“Verano 1993”, película de autor de la catalana Carla Simón, es el relato autobiográfico de una infancia herida pero no perdida, sólo lastimada por la muerte de un ser querido. Se trata de una historia entrañable, honesta y creíble, que nos ubica ante nuestros propios temores y sentimientos frustrados sin buscar, gracias a Dios, la lágrima fácil del espectador. Una experiencia semejante, la muerte de la madre amada, no sólo afecta a quien la sufre, sino que es una oportunidad para que todos pensemos en nuestras propias carencias. El tiempo huye y siento que me voy haciendo viejo, pero la ausencia de las personas amadas lejos de desvanecerse, a pesar de la usura del tiempo, se vuelve cada día más evidente.
El peso narrativo de la película lo sostiene una niña huérfana a la que acompañamos durante un verano. Allí, en la casa de los tíos, su nueva familia adoptiva, un hogar donde parece haberse detenido el reloj, nuestra protagonista se irá adaptando a los hábitos del mundo adulto, a sus normas y sus límites. De su mano comprendemos la verdad: a un hijo se le puede enseñar a comer, a jugar, a rezar, a atarse los cordones de las zapatillas,… Pero llega un momento en el cual cada uno deberá descubrir por sí solo el camino que le permitirá llenar (y llorar) el vacío dejado por la pérdida de alguien tan anclado en las entrañas como una madre. Es el pequeño milagro del cine, cuyo luminoso drama brilla y conmueve por su equilibrio y por su lucidez.
A todos nos toca en algún momento de la vida afrontar este tiempo de mudanza y ausencias en el que parece que todo se derrumba, como si la vida se desvaneciera. Hay que aprender a pasar el duelo y dar tiempo al tiempo. Y descubrir, más allá del sentimiento de orfandad, la verdad de nuestra propia vida. Cuando esto ocurre, más allá de la nostalgia, aprenderemos a descubrir el valor de la vida y de la muerte y, de paso, el sentido profundo de la fe. Sólo entonces cortamos el cordón umbilical.
Espero que mi joven amigo (¿por qué será que la muerte de la madre nos vuelve a hacer niños aunque sólo sea por un momento?) pueda desenredar la madeja de su soledad y convertirse en adulto, capaz de amar, de luchar y de andar con dignidad el camino de la vida.
Vivimos tiempos en los que, perdidos en la autosuficiencia de la postmodernidad, la orfandad fácilmente se disimula. Pero la única manera de integrarla y de lograr que no nos desintegre es asumiendo nuestra condición de adultos. De paso, le he pedido a mi amigo que rece y confíe y se abra a esa inquietante dimensión del misterio capaz de iluminar, aunque sea tenuemente, nuestras oscuridades.