No sé si somos conscientes de la magnitud de la tragedia tras el paso del huracán Matthew. Haití vuelve a sangrar por heridas que parecen endémicas. Y, tras ver las fotografías y los reportajes del desastre me acordé del terremoto sufrido hace pocos años. Entonces pude visitar las zonas devastadas y, de la mano de Pastoral Social Cáritas, seguir de cerca la construcción de 160 casas, que inauguré en nombre de los católicos ecuatorianos. Fue una experiencia única, dolorosa pero reconfortante.
En esta ocasión, el huracán arrasó todo lo que encontró a su paso dejando centenares de muertos, miles de heridos, infinitos desplazados y zonas incomunicadas sin agua ni electricidad. Dramático resulta lo que se ve y lo que no se ve en los medios: el 80% de los cultivos arrasados, la pérdida de cosechas e infraestructura productiva con la consiguiente emergencia alimentaria. Y, también, la amenaza del cólera, agravada por la escasez de agua y de medicinas.
Haití es un país que vive en una emergencia permanente y que depende por completo de la ayuda humanitaria. Y es ahí, en medio del sufrimiento donde nos toca estar, acompañar y colaborar. No ha tenido suerte este trozo del planeta tierra. A los desastres naturales se unen los de una historia política desastrosa, desde aquella época de los Duvalier y de los tonton macutes expertos en la siembra de cadáveres. A la fragilidad de una sociedad empobrecida y abandonada a su suerte se une la ausencia de la institucionalidad, la planificación y el control. Si Haití es el país más pobre de nuestro continente es evidente que es uno de los países más pobres del planeta.
No deja de llamar la atención que, a tiro de piedra del Tío Sam, los países desarrollados, tanto como las instituciones internacionales, vivan de espaldas, indiferentes ante tanto desastre. Los mesías de derecha y de izquierda, tan solícitos para exportar ideologías, armas y revoluciones, se vuelven amnésicos cuando no les interesa invertir en medio de tanta pobreza.
Una vez más me han conmovido las palabras del Papa y su fuerte reclamo a favor de la solidaridad entre los hombres y los pueblos. Los creyentes sabemos que si perdemos a los empobrecidos, perdemos a Dios. No hay lectura de fe que resista la ausencia de la solidaridad. Y así ocurre en la sociedad civil: no puede haber proyecto humano que no sea incluyente y solidario. El sufrimiento de los pueblos, la pobreza de los vecinos, pone en entredicho nuestra calidad moral y, al mismo tiempo, nuestra capacidad para construir un mundo a la medida del hombre.
Haití, los refugiados, los migrantes, el cuidado de la madre tierra, las guerras malditas, nos retrotraen a la época de las cavernas, cuando sólo sabíamos golpearnos el pecho después de saciar la hambruna. Por el contrario, la solidaridad se convierte en el criterio de verificación de nuestra humanidad. Así de simple.