Ecuador no es un país de paz aunque tenga un paisaje maravilloso y mucha gente buena y amable. Hay una violencia que apenas si emerge a la superficie y que, cuando ocurre, queremos ocultarla. Una violencia cotidiana. Una violencia que se ignora, pero que existe. No es una violencia ajena, importada de los países vecinos. Es una violencia propia cuyo rostro está en el abandono que es caldo de su cultivo.
Cada tres días hay una mujer víctima de femicidio en el Ecuador. Cada noche, el noticiero pone al menos un muerto violento en la pantalla, ocurrido en algún barrio sitiado por maleantes. En la calle, en las horas pico, la violencia la muestra cada conductor, con sus pitos, insultos, agravios.
El país no tendrá paz mientras no se encuentre, por ejemplo, a quien se ensañó con Samuel Chambers, el joven al que encontraron muerto en Guápulo hace meses y de quien dijeron que murió de muerte indeterminada cuando su fin fue en extremo violento y abominable.
El país no tendrá paz mientras no se sepa a ciencia cierta lo que ocurrió con David Romo, con Carolina Garzón o con la larga lista de desaparecidos.
El país no tendrá paz mientras haya gente por ahí odiando periodistas, opositores, críticos. O golpeando mujeres. O maltratando a los ancianos. O drogando niños con H para volverlos zombis.
El país no tendrá paz mientras no se desarticulen las sutiles pero complejas redes que los negocios ilícitos han ido tejiendo sistemáticamente, atrapando con los tentáculos del dinero fácil, tanto a gente humilde y necesitada, como a policías, militares, jueces, fiscales y políticos que terminan siendo parte de ellas. Mucha gente humilde depende hoy de esos recursos para sobrevivir pues no tienen mayores oportunidades.
Los problemas de violencia de hoy no son de hoy, ni son de Colombia, ni es el Guacho. Los problemas de violencia hoy son consecuencia de la pésima educación, de las condiciones de pobreza y abandono, del machismo y patriarcado rampantes, del afán por hacer plata fácil, las ansias de poder que llevan a los políticos a aceptar inyecciones de dinero de las mafias.
Si por “país de paz” se entiende que aún no nos pasa como pasó en Colombia, o que no tenemos las mortandades y desapariciones macabras de México o la violencia centroamericana. Pero tenemos la nuestra y hay que trabajar sobre ella. Y si no hacemos algo, esa violencia irá creciendo, como un monstruo alimentado por la desidia y la impunidad.
La paz exige un camino de unidad en el respeto, en la tolerancia, en la convivencia, en la solidaridad y desde la educación. Y, desde hace décadas, tenemos una educación menos que mediocre. Solo desde ahí se construye la paz.