“El infierno son los otros”, dijo Sartre. La mirada de los demás no solo horada, daña. Los “otros” son nuestros prójimos a quienes debemos amar como a nosotros mismos, prescribe la Biblia. Lo propio preconiza el Corán, no obstante la creencia de que el islamismo rezuma encono a todos quienes no profesan su fe. El amor a los otros es el germen de todas las religiones. Obra de Dios o de los seres humanos, nosotros somos quienes las desfiguramos o pervertimos.
Ateos o creyentes obedecemos las leyes irrevocables de la naturaleza: nacer, multiplicarse, morir. Nacemos y morimos solos, y todos, al nacer, “recibimos dos ciudadanías, la del reino de los sanos y la de los enfermos”. Cáncer, tuberculosis, sida, locura, han sido, quizás, los flagelos que más han conmocionado el mundo. “Todo lo que desgasta, corroe, corrompe o consume lenta y secretamente al ser humano” (Thomas Paynell, 1528) genera al menos respeto —no habla de piedad, altruismo, solidaridad, porque eso solo sienten y practican espíritus elegidos—.
La locura siempre estuvo en el círculo etéreo de lo que no se dice, o apenas, con la opacidad de un gesto. Excluida como tema del conocimiento o como principio del acopio civilizador, la región de la demencia abrumó durante siglos en un orbe clausurado y conjetural. Pero las voces de los locos alucinaron a pensadores, artistas, poetas… y el tema salió como parte sustantiva de la cultura.
Hay —según Michel Foucault—, entre las diversas vertientes de la locura, una que ha provocado guerras y conflictos irreversibles. Se trata de la monomanía: obsesión patológica por una idea y otras que confluyen en la misma (la serpiente que se muerde la cola y que alude al eterno retorno). El anterior presidente ecuatoriano ha lanzado predicciones abominables a su sucesor por limitaciones físicas devenidas de un atentado criminal. En su monomanía elucida sobre el supuesto fragilismo de quien fuera uno de los factótums de su acceso al poder, omitiendo la lección de hombredad (entereza, sapiencia, tolerancia, serenidad, valor y prudencia) que encarna su benefactor. No solo mezquindad y ruindad, develamiento de una personalidad macabra y peligrosa.
El poder es un espejismo todavía inquietante, acaso porque todos hablamos de él —invocación y evocación—, lo mascullamos o lo proferimos a los gritos, lo ejercemos y nos domina; no obstante, nadie —o casi nadie— puede decirnos con certeza qué es y cómo funciona. Pero sí algo simple e incontrastable: el poder es sinónimo de servicio a los otros.
Estas últimas irrefutables reflexiones son inaccesibles a los monomaníacos del poder, quienes, además, viven convencidos de que nacieron con el adhesivo de redentores y que, por ende, son irreemplazables. Nadie lo es. “Ni tú ni yo ni nadie dejará nunca de ser por siempre”, enseña el Mahabharata (c. siglo III. a. C.).