Hay quienes piensan que el porvenir de la democracia está unido al ejercicio de la política. Y no les falta razón. Una mala política dará el golpe de gracia a una débil democracia. Recordemos: la democracia es ese sistema de gobierno que surge de la voluntad popular, el pueblo conserva el derecho de controlar al gobernante. ¿Y la política? Cuando es virtuosamente utilizada, la política es el arte de crear consensos que facilitan la gobernabilidad bajo el principio de respeto a las instituciones que tornan efectiva la democracia.
Nuestro pequeño mundo marcharía de maravilla si todos pusiéramos en práctica tan sabios principios. Pero no es así. El panorama que presentan las democracias latinoamericanas es deplorable. Allí están Venezuela, Brasil, Ecuador. El dispendio es su signo. Duele constatar que el juego mal entendido de la política ha llevado al desprestigio de las instituciones que históricamente sustentaron nuestras democracias. Sancionamos constituciones que son un dechado de sabiduría, monumentos que, según sus autores, desafiarán los siglos. Nunca nos faltaron Solones y Justinianos a la hora de dictar códigos. Y sin embargo, en América Latina subsiste la tendencia a la disociación entre el universo real y el universo jurídico. Carlos Fuentes llama a este fenómeno “la separación esquizoide del derecho y la práctica”. Octavio Paz habla de mundos contrapuestos: el país legal y el país real. Y es el país real lo que duele a los ecuatorianos cuando somos testigos del deterioro de nuestras instituciones democráticas. Hablo de un poder arbitrario que transgrede toda legalidad, que ensombrece relaciones que, por esencia, deben ser transparentes: el sufragio, la división de los poderes, la autonomía de la Asamblea, la independencia de la justicia. Ha conculcado la libre expresión del pensamiento, ha acallado la crítica y ha acanallado a quienes lo critican.
Según Marx, el socialismo es el fin de la historia. La democracia liberal no es el fin de la historia sino el resultado de ella, la consecuencia de la evolución de las sociedades modernas. El “socialismo del siglo XXI” de Chávez, Maduro y Correa es la distopía de una sociedad ahistórica, aquella que niega el desarrollo histórico.
El juego de la política no siempre es el juego de la democracia. Cuando en el poder se instala el partido único, la camarilla gobernante tiene el control no solo del mando sino del dogma. Los inquisidores vigilan las conciencias. La fuerza deviene en verdad de la historia, el interés del gobernante es la verdad de la política, se lo encubre con retórica legalista, se lo maquilla con supuesta prioridad ética. Cuando los diputados que elegimos no representan a los electores, cuando dicen que ellos se deben a su caudillo y no a los intereses del pueblo, la representatividad está en crisis, la democracia está herida de muerte.