Con este mismo enunciado (“De Senectute”) Cicerón escribió un tratado sobre la vejez en el 44 a.d.C. Tenía 62 años y se consideraba un anciano. En 1997, el filósofo Norberto Bobbio publicó un libro autobiográfico con el mismo título y del mismo tema. A la sazón, Bobbio tenía 88 años. En el siglo XIX, un ecuatoriano común que pisaba los 50 pasaba por un anciano. Encorvado y todo, si llegaba a los 70 se lo consideraba un Matusalén. Hoy en día, en nuestra sociedad, la expectativa de vida de la población ha ido creciendo, sobrepasa los 75 años. En países del Primer Mundo y conforme avanzan los progresos de la medicina, el umbral de la vejez se ha retrasado hasta casi la centuria.
Quien sopla 65 velitas sobre un pastel de cumpleaños pasa, por ley, a pertenecer a la “tercera edad”, piadoso eufemismo con el que se nomina a los viejos. A partir de entonces oficialmente es un “adulto mayor”, un jubilado que percibe una exigua pensión de la seguridad social, se lo retira de la clase trabajadora y engrosa la fila de los desocupados a pesar de que sigue siendo una persona activa y capaz para el trabajo. Un sexagenario solo es viejo desde el punto de vista legal; la vejez fisiológica y no burocrática ocurre cuando se acerca a los ochenta, entonces la senectud se agazapa en su cuerpo.
En la época de nuestros abuelos (¡cuánto tiempo ha!), cuando todo transcurría con lentitud y los valores y tradiciones pasaban por inmutables eran los más experimentados quienes conducían la sociedad, los que con autoridad discernían sobre esto y aquello. Ahora (“o tempora, o mores!”) son los jóvenes quienes gobiernan el mundo y lo hacen porque saben más que sus progenitores, dominan la ciencia, dictan la moda y tienen suficientes agallas para transformar el planeta.
Un hombre se torna caduco cuando mantiene firmes las referencias culturales en las que se formó, las mismas que resultan inadecuadas a la hora de interpretar los nuevos tiempos. “La tragedia de la vejez –decía Oscar Wilde- no es que uno sea viejo, sino que una vez fue joven”.
Cicerón ponderó las ventajas de ser viejo. Bobbio, en cambio, denuncia la impiedad de la sociedad moderna frente a los ancianos; habla de la “vejez ofendida”, esa que ha sido marginada por una civilización más preocupada por la invención y el consumismo que por la memoria. En el balance final, uno es lo que ha pensado, amado y realizado; es lo que recuerda. Y si la memoria se apaga, viene la oscuridad, la desconexión con el mundo. Así pues, si hablamos de un Alzheimer, este no es otro que el olvido de las clases dirigentes que han extraviado las obligaciones en relación a sus mayores. Concluyo con estos versos de Borges: “La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)/ puede ser el tiempo de nuestra dicha./ El animal ha muerto o casi ha muerto./ Quedan el hombre y su alma”.