Al final de la Edad Media, el hombre europeo secularmente atormentado por la idea de eternidad empezó a valorar el tiempo, a medirlo y ahorrarlo. El desasosiego por las postrimerías del alma (muerte, juicio, infierno y gloria) dará paso al creciente desvelo por las cotidianas urgencias de la vida presente. El reloj mecánico se inventó por esos años. En los campanarios de las ciudades de Occidente se instalaron relojes públicos cuyos carillones marcaban el nuevo ritmo de una naciente burguesía: el momento de la oración, del trabajo, del descanso. El tiempo adquirió un valor real y una medida exacta. Cada minuto de la vida cuenta y pesa. Había surgido la modernidad y la idea del progreso.
Si el reloj mide el tiempo cósmico, la palabra escrita es el eslabón de un proceso semántico, el instante de una conciencia, el tiempo retenido que yace en ella. Y no es mera coincidencia el que, en esos años (1452), Gutenberg inventara la imprenta de tipos móviles e hiciera posible el milagro de reproducir incontables copias de un mismo libro.
Se puede medir el tiempo, mas no detenerlo. Y al contrario, se puede capturar el pensamiento pero no medirlo, y es esto lo que hace la escritura, prodigio que el libro lo multiplica ya que en sus páginas duermen represadas las ideas a la espera de un lector paciente que las desate. Si el tiempo es, según la metáfora de Heráclito, el río que corre; el pensamiento es también el río que corre y, por la memoria, la roca que perdura.
Aquel “ego sum” de San Agustín en sus “Confesiones” preludiaba el “cogito ergo sum” de Descartes. El descubrimiento del pensar y de la mente que piensa llevó a la certeza de la conciencia como duración pura. Para el cristiano, la conciencia es ese lugar íntimo en el que “Dios ve en lo secreto” (Mateo VI,3); allí donde habita el “deus absconditus” del Sinaí y cuyo misterio atormentó tanto a Lutero como a Pascal. Saber que alguien nos observa incita a la auto-observación. Y si a partir de esta experiencia Agustín llegó a un personal conocimiento de Dios; Descartes, luego de extenuantes hesitaciones obtuvo una verdad tan simple como inamovible: si dudo es porque pienso y si pienso es porque existo. Así, pues, si para el cristiano la conciencia es conciencia del pecado, tiempo de contrición y eternidad de Dios; para un filósofo como Descartes, es conocimiento de sí y certeza del mundo.
Filosofar, decía Cicerón, no es sino aprender a morir. Y si esto es así, vivir es un ejercitarse, ir destrabando la madeja de tiempo que nos tocó al nacer. Todo discernimiento acerca del mundo se resume en tener conciencia de nuestra temporalidad y no temer a la muerte. Me place recordar a mi amigo Montaigne: “En los libros busco el saber que trata el conocimiento de mí mismo y que pueda instruirme para bien morir y bien vivir”.