Hace pocos días el presidente Lenín Moreno expuso, ante un grupo de ciudadanos de Guayaquil, sus criterios acerca de cómo debe ejercitarse la política, de cómo él la entiende. Hastiado de lo que lamentablemente está ocurriendo en estos días, condenó esa manera “sucia y rastrera” de practicarla. Abogó por una política fundada en valores éticos: la solidaridad, la transparencia, la honestidad, el trabajo, la “lealtad bien entendida –dijo-, no la lealtad de la mafia”, principios que deberían ser inculcados a nuestros niños, su práctica hará de ellos buenos ciudadanos.
El contenido y el tono de estas palabras muestran, por sí solas, un giro substancial en el estilo del discurso presidencial, una forma distinta de comunicarse con los ciudadanos y opuesta a aquella que utilizaba Rafael Correa. Hay una nueva relación entre el poder y el pueblo y eso se debe (hay que decirlo) al talante respetuoso del presidente Moreno, a su decencia entendida como la dignidad y la compostura que corresponden a su persona y estado. El grito destemplado, la expresión que agravia y amenaza han desaparecido, al fin. El poder ya no es tarima para el resentimiento, el odio, la retaliación. La altura y el decoro del mensaje presidencial nunca debieron perderse. La palabra de un mandatario tiene tal peso e importancia que trasciende a otros ámbitos de lo público y lo privado, por ello debe ser mesurada y nunca dilapidarse.
El político no solo debe proclamar un comportamiento ético en sus procedimientos, está obligado a demostrar con hechos la transparencia de sus acciones. Los gobernantes deben dar señales claras de integridad. Es lo único que los legitima. Y así como se exhorta acerca de la ética con la que deben manejarse los negocios del Estado, el político, como administrador de lo público, está moralmente obligado a justificar su patrimonio, a demostrar que no se halla contaminado de corrupción. Lo que confiere credibilidad a un político es su respeto irrestricto a la ley, su defensa de los derechos ciudadanos, su transparencia ética.
Los partidos políticos no deben convertirse en sectas doctrinarias, ni en cenáculos inquisitoriales que vigilan el pensar de sus miembros, ni en mafias que, sin escrúpulos, defienden intereses exclusivos de su agrupación.
El partido único siempre ha sido una desgracia para el país que lo soporta, monopoliza la verdad, auspicia el abuso, deteriora la política. Entre los intereses exclusivos de un partido y el interés de la justicia, la ética más elemental impone que es este último el que debe primar.
Los particulares acomodos de un caudillo jamás deben estar sobre las razones y principios que rigen la democracia. Y si la moral busca hacer de nosotros mejores personas, la política busca el bienestar de los ciudadanos mejorando las instituciones.