Caminar por las calles Roma, perderse en su laberinto urbano es viajar al pasado. La capital de Italia se muestra como un museo vivo en el que se despliegan tantos estilos arquitectónicos como etapas ha corrido su historia milenaria.
Tortuosas callejas conducen, para pasmo del visitante, a inesperadas sorpresas: un palacio renacentista aquí, una fuente barroca allá. Hablar de Roma es hablar de su monumentalidad. Tiempo y espacio, utilidad y simbolismo, estética y metafísica confluyen e interconectan en la arquitectura. No hay cambio de estilo arquitectónico sin cambio de civilización; sus formas obedecen a la interrelación entre el hombre y el universo, a una particular cosmovisión. El Partenón ateniense es un “imago mundi” de la civilización griega; la catedral gótica lo es de la Edad Media; Machu Picchu lo será siempre de la cultura inca. Ya se trate de una simple morada o de un gran palacio, de una ermita o de una basílica, de un túmulo o de una pirámide egipcia, lo cierto es que la arquitectura representa ese afán del hombre de pervivir a toda costa, de transformar en piedra incólume el recuerdo de su fugaz paso por el mundo, de sembrar un rasguño que modifique el paisaje, un vestigio de su temporalidad y sufrimiento. Toda arquitectura explicita una voluntad de poder.
Si existe en Occidente una ciudad que simbolice el poder en todo lo que significa, esa ciudad es Roma. Allí germinó la idea cesárea del dominio universal. Los hijos de la loba conquistaron el mundo. Nació el imperio. Bajo una misma ley, una lengua y una espada, el mundo fue romano por el lapso de mil años. Todos los caminos a Roma llegaban, y todos los poderes de ella partían. Su monumentalidad habla de esa inigualable historia. Con el bronce fundido del Panteón de Agripa, Lorenzo Bernini modeló las columnas salomónicas del baldaquino de San Pedro. Los esplendores del pasado son las noblezas del presente. Desde la época de Carlo Magno, Roma fue un feudo del papa. Luego del Tratado de Letrán (1929), el Vaticano se consolida como la perpetua sede del pontífice. El universalismo persiste en la catolicidad romana. Bien sabemos que quien manda en Roma manda “urbi et orbi”. La idea de totalidad sigue siendo la misma.
Pueblos enteros fueron amamantados por la loba romana. De esos pueblos descendemos nosotros, hispanoamericanos que hablamos un latín torturado, un castellano templado a fuego en el yunque de los mestizajes. Roma también nos pertenece y la asumimos sin complejo de advenedizos. La elocuencia de Cicerón resuena en Las Catilinarias montalvinas. La latinidad es nuestra enseña, un signo que nos marca: cierta actitud ante la vida, cierto vigor del espíritu, lo que en buen latín se conocía como las “virtus” romanas: humanitas, pietas y libertas (sentimiento y cultura; probidad y afecto; pasión por la libertad).