Después del 13 de agosto, día en que comenzó el paro nacional, se han ensayado -como era de esperarse- diversos y hasta contradictorios análisis sobre el significado de la protesta popular.
Acostumbrado a calificar de “cuatro pelagatos, golpistas y enemigos de la democracia” a cuantos expresan su inconformidad, Correa no dudó en predecir el “total fracaso” de las manifestaciones. Sin embargo, movilizó a la Policía y tomó desproporcionados aprestos para contrarrestar las marchas.
Llamó a sus partidarios a la Plaza de la Independencia, para que lo defiendan y protejan y, en su arenga vespertina del jueves, vertió a raudales tronantes acusaciones gritando que sus opositores “vayan a mandar en sus casas”. Pretendió negarles así el derecho de opinar y unió a lo despótico y descomunal de su iracundia, la vulgaridad a la que acude cuando pierde el control de sus instintos.
La importancia de las marchas no se funda solamente en su carácter multitudinario, y en su proliferación geográfica sino, sobre todo, en la correspondencia entre lo que los manifestantes dijeron y lo que muchos, muchísimos ecuatorianos más piensan y sienten.
No hay duda de que esa indefinida esperanza que acompaña en sus comienzos a un nuevo régimen ha desaparecido por completo. Ahora, una nube de pesimismo y angustia está urgiendo a nuestra sociedad a entrar en acción. Las marchas, los paros y las huelgas son una manera de expresar esos sentimientos.
Más que lo que se ve en las calles, plazas y carreteras, es en la intimidad del hogar, donde se sienten los impactos de un mal manejo de la economía y de la política. Todos piden que cesen el irresponsable dispendio, la costosa propaganda, la prepotencia, los agravios y la corrupción.
El régimen se ha ensimismado hasta el punto de confundir testarudez con tenacidad, obnubilación con convicción. Y así ve conspiraciones en donde hay angustia popular e imagina rocambolescas tomas de aeropuertos y puentes de frontera y finalmente, el ingreso de hordas a Carondelet. Usa la fuerza pública para acallar a los revoltosos y se atreve a condenar la violencia que -no lo acepta- es el resultado de su doctrina de “confrontación” que ya dura más de ocho años.
¿No ve el Gobierno que lo del jueves 13 de agosto es un símbolo de lo que está pidiendo el Ecuador? ¿No entiende que el pueblo está exigiendo rectificaciones con voz cada vez más elocuente? ¿Espera Correa que salgan a las calles millones de ecuatorianos indignados por la sordera oficial? ¿Cuándo va a dejar de tensar una cuerda que se romperá por el lado más flojo, que no es el lado del pueblo?
No emplee su tiempo para acusar con odio: reflexione, serénese y descubra el significado que, como pedido, consejo y advertencia, tuvieron las movilizaciones que comenzaron
en junio y que no han terminado aún…
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