Según Enrique Krauze, el caudillismo es la principal contribución de América Latina a lo que Jorge Luis Borges llamó “la historia de la infamia”.
No considero plenamente justa la apreciación de Krauze, pues el mal social del caudillismo no solo se ha cultivado en América Latina: también ha habido abundante cosecha de caudillos en Europa, África y Asia, en tiempos pasados y presentes. Dicho esto, no cabe duda de que nuestras tierras han sido fértiles para los caudillos, hecho que debe llevarnos a reflexión.
Es tentadora la idea de culpar del fenómeno a los mismos caudillos, y pensar que surgen por astucia, por osadía o incluso por inmoralidad, imponiéndose sobre pueblos que son solo sus inocentes víctimas. Pero esa idea es errónea y refleja un irresponsable ocultamiento de la verdad. Mi anterior referencia al cultivo y a la cosecha de caudillos no es accidental: en América Latina creamos, cuidamos y conservamos condiciones altamente propicias para el surgimiento de caudillos.
La más importante de esas condiciones es el generalizado autoritarismo de nuestras sociedades, la perversa idea de que, porque alguien tiene poder sobre otros, adquiere el derecho a imponerles creencias, criterios y hasta abusos. Esa imposición genera sumisión, las consecuencias de la cual fueron conmovedora y elocuentemente expresadas por una alumna mía en un reciente ensayo: “La sumisión”, escribió, “es una de las peores experiencias que alguien puede tener. Puede llegar a anularte como persona, hacerte renunciar a ti misma, convirtiéndote en un ser dependiente que vive a la sombra del otro. Dejas de tomar tus propias decisiones, empiezas a vivir para y por el otro, a volverte temerosa y conformista. Incluso comienzas a convencerte a ti misma que eres incapaz”.
Llega el momento en que el caudillo se va, sea porque él mismo se cansa o muere, porque las circunstancias reales, muchas veces económicas, generan malestar en la población, o porque el caudillo se embarca en alguna desastrosa aventura que le sale mal.
Pero el fin de un caudillo no significa que la sociedad a la que avasalló se haya curado del riesgo de ser nuevamente avasallada. Eso solo lo puede lograr la propia sociedad. Y la liberación de una sociedad de ese terrible riesgo pasa por la plena realización de que el autoritarismo, en todas sus manifestaciones, es el principal generador de la sumisión de las personas, que llega a ser voluntaria pero nunca deja de ser intensamente infeliz.
Si nos oponemos al caudillismo, debemos trabajar para generar mentes libres, que son mentes sanas. O si, al contrario, seguimos creyendo que los caudillos resolverán nuestros problemas, debemos oír la voz de mi alumna y preguntarnos si queremos que hijos e hijas, hermanas, amigos, “comiencen a convencerse a sí mismos que son incapaces”.
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