Como dice -no sé si en broma o en serio, o en ambos sentidos- alguien que conozco: La vida es horrible. O lo es cuando no se parece a lo que, secretamente o a voces, esperamos que sea. Entonces, quizá una forma más llevadera de vivirla sea curándonos de la esperanza; esa enfermedad que opera como una materia pegajosa y opresiva que se desparrama entre los sesos y el pecho, como un moco, y puede arruinarnos el paso por estos lares si no la mantenemos a raya, en su mínima expresión.
Cuando faltan ocho días para que ocurra lo que un amigo mío ha anhelado por años: que Rafael Correa deje la Presidencia (es el cargo lo que deja, no el poder), el pobre ya está embarcado en una nueva ilusión. Lo veo y me conmuevo. Mi amigo, un crítico lúcido y feroz de este régimen, está esperanzado en que algo va a cambiar para mejor con Lenín Moreno. Por ejemplo, espera que el periodismo vuelva a tener oxígeno tras diez años de asfixia sistemática; cortesía de los poderes económico y político. Porque para él, el Presidente electo debe cumplir con la palabra dada de desactivar el modo punitivo con el que actúa la Superintendencia de Información y Comunicación. Eso ofreció, ¿cierto? Quizá el error sea que entendemos con el deseo y, en consecuencia, abrigamos esperanzas.
No debe faltar quien esté esperando que una vez terminado su período, Correa nos deje seguir adelante con nuestras vidas, como si nunca nos hubiéramos conocido. Les apuesto que, al estilo de un novio/a acosador/a, no lo hará; ahí estará de mañana, tarde y noche recordándonos que sin él no somos nada. Por favor maten cualquier esperanza al respecto.
Como mecanismo de protección comprobado, lo mejor es siempre no esperar nada, nunca, de nadie. Esta idea no es mía ni es nueva. El escritor y periodista argentino Martín Caparrós la trajo a cuento la semana pasada, a propósito del partido, de la Champions League, entre el Atlético Madrid y el Real Madrid, que el primero tenía la esperanza de ganar. Decía Caparrós algo que aplica a todos los campos de la vida a propósito de la crueldad de la esperanza: “Es rara la esperanza; una esperanza, sobre todo, demasiado cara. Tenerla es poder perderla, perder todo”. Y para referirse al momento en el que el Atlético Madrid ya sabía perdido el partido decía: “En un momento así se entienden los vagabundos, los borrachos, el budismo: esas filosofías que prefieren no querer para no tener que enfrentarse con el riesgo de querer y no poder”.
Pasa en la política, pasa en el fútbol, pasa en las relaciones privadas. Tal vez lo sano sea aplicar el consejo de Isak Dinesen (o sea de Karen Blixen, la autora de ‘Out of Africa’): “Sin esperanza y sin desesperación”. No estar esperanzado no impone por fuerza la tristeza ni el desasosiego, sino una dosis ‘extra large’ de realismo. Y así, sin esperanza ni desesperación, talvez la vida no sea tan horrible.