Hace ya muchos años (antes de la Casa de la Cultura, antes del Frente Cultural, antes de la Asociación de Escritores Jóvenes, antes de esa fiebre huracanada que fue el tzantzismo, antes incluso de que los guerrilleros de Sierra Maestra entraran en La Habana), cuando Ulises y yo compartíamos con Bolívar Echeverría y Luis Corral nuestros primeros desvelos filosóficos, que eran también deslumbramientos poéticos, descubrimos unos versos de Píndaro que se quedaron para siempre en nuestra memoria: “¡Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible!”.
Ahora, cuando luchas, meditaciones y desengaños han logrado blanquear nuestras cabezas y se ha extinguido este mal año de 2014, se ha extinguido también la primera vida de Ulises y puedo decir de él, como en los bellos tiempos, que nunca aspiró a la inmortalidad, pero agotó el campo de lo posible.
Lo agotó, primero y sobre todo, como hombre que no escribió poesía sino que la vivió intensamente en cada minuto de su vida, llevándola a flor de piel, como si hubiera adoptado como lema esas otras palabras de Stefan George según las cuales “en poema habita el hombre”.
Nos dejó de esa vivencia un gran legado, que es muy breve sin embargo al compararlo con ese modo suyo de sentir hasta los tuétanos cada palabra que decía, cada libro que leía, cada trabajo que emprendía, cada risa, cada apretón de manos, cada paso que dio en sus interminables caminatas por este Quito que supo amar como nadie, porque supo descubrir debajo de cada una de sus piedras el porvenir de los sueños.
Lo agotó también como viajero, porque supo seguir el destino que le vino con su nombre. En mis propias andanzas por el mundo, varias veces tropecé con gentes que también le quisieron, porque él se me había adelantado, como si hubiera sido el llamado a abrir siempre los caminos.
Lo agotó, por fin, en las empresas que se propuso contra todo y contra todos pero nunca para ganar dinero sino para alcanzar el sueño inalcanzable de transformar el mundo: la creación de grupos culturales, la animación del pacato ambiente cultural de los años de la más tonta dictadura, las luchas sindicales, la fundación de revistas, la animación de todas las conciencias, y esa obra perdurable que es la Cinemateca Nacional, donde pudo construir a lo largo de treinta años uno de los mayores archivos fílmicos del Ecuador, si no es con justicia el mayor de todos y que algún día deberá llevar su nombre, porque fue él mismo quien conquistó el derecho de dejar allí su impronta para siempre.
Ahora ha entrado ya en su segunda vida, que es la que tiene en la conciencia de cuantos lleguen a leer su poesía, pero ante todo en el recuerdo de quienes le quisimos y aprendimos con él que vamos por la vida “con ciego olfato/ rondando/ el mismo lugar/ escarbando/ cada apariencia/ desnudando/ de fantasías/ cada abierta verdad”.
Ulises, mi viejo amigo, mi compañero, mi hermano, es ya un hombre-río, porque igual que todos los ríos se ha ido ya, pero se queda.