El socialismo en cuestión

Hace 47 años, en el curso de una operación planeada y ejecutada con una precisión táctica inversamente proporcional a su torpeza política, las tropas del Pacto de Varsovia, encabezadas por la Unión Soviética, invadieron Checoslovaquia y ocuparon Praga sin permitir que el gobierno de AlexanderDubcekintentara siquiera alguna resistencia.

Era el 21 de agosto de 1968: así empezaron los años sombríos de la ocupación disfrazada por el gobierno títere del general Ludvik Svoboda, cuando el Partido Comunista estuvo dirigido por Gustav Husák, verdadero hombre fuerte del régimen prosoviético.

No era la primera vez, pero tampoco sería la última. En la memoria estaban grabadas todavía las escenas sangrientas de la represión al pueblo húngaro en las calles de Budapest (1956) y nos estaba reservada la sorpresa de Berlín, que el 9 de noviembre de 1989 vio caer la ignominiosa muralla que durante 30 años había dividido en dos al mundo entero. La consecuencia fue inevitable y pudo expresarse a través de una pregunta de difícil respuesta: ¿por qué los países que optaron por el socialismo terminaron siempre sometidos a implacables dictaduras, cuya propia lógica prevalecía siempre sobre la lógica de lo real?

No obstante, en nuestra propia América, la imagen del Che agonizante había sido como una premonición de la que más tarde subrayaría la inmolación de Salvador Allende.

En una palabra, mientras la vieja Europa era escenario de un proceso de decadencia inevitable del ya envejecido sueño socialista, en nuestros horizontes el sueño se truncaba por la feroz persecución de una derecha sanguinaria. Tal persecución, sin embargo, hacía el efecto de una poda y el sueño socialista florecía. Se dijo, por supuesto, que se trataba de otro socialismo. De un socialismo que nadie podía ni quería definir, pero que no podía confundirse con las burocracias totalitarias que habían fenecido en Europa.

Así se hizo posible que las izquierdas socialistas (o que presumían de tales) llegaran a alentar proyectos ambiciosos, cuya promesa democrática pudo llevarlas al triunfo en algunas repúblicas latinoamericanas, entre las cuales fueron posibles las diferencias de intensidad y de matiz. Al paso de los años, sin embargo, hay indicios de que la vieja pregunta sobre el destino irreversible de los gobiernos socialistas puede estar todavía gravitando sobre estas experiencias.

Es muy pronto para intentar una respuesta a esa pregunta, puesto que todavía podemos guardar una esperanza, aunque remota, en los cambios de rumbo que alejen para siempre los peligros. No obstante, es probable que la clave de los fracasos socialistas se encuentre en su tendencia a la construcción de estados provistos de una fuerza arrolladora, que se convierte en una condición inevitable para la ejecución de los proyectos de cambio.

La fortaleza del Estado, por desgracia, termina por secuestrar el cuerpo mismo de la sociedad. Así, por uno u otro camino, la sociedad tiene que volver por sus fueros, y si el grupo que gobierna no tiene la sagacidad suficiente, más temprano que tarde sus propios errores le conducen a un callejón sin salida.

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