“Para dialogar / preguntad primero; / después…escuchad”: así dice un verso de Machado, el poeta-filósofo de la generación española del 27. Lo recordé al despertarme en la mañana de ayer y encontrar que en todos los medios se está hablando ahora de la invitación presidencial a dialogar.
Y como un recuerdo suele traer a otros de la mano, del breve texto de Machado me pasé a las páginas de un bello libro que titula ‘Invitación a filosofar según espíritu y letra de Antonio Machado’, cuyo autor es el inolvidable Juan David García Bacca.
Gracias a Benjamín Carrión (yo era entonces secretario general de la Casa de la Cultura) recibí del maestro unas lecciones privadas de filosofía en 1967, cuando vino él a pasar aquí su año sabático. Lo hacía cada cierto tiempo debido a su vinculación con la familia Pólit, con la que estuvo emparentado por el matrimonio que contrajo hacia los años 40, mientras estaba exiliado de su patria por haber sido republicano y atenuaba su soledad con pocas pero selectas compañías, como la de Alfredo Gangotena.
Pero no es de mis recuerdos de lo que quiero hablar, sino del diálogo. Abro el libro de García Bacca y me encuentro con que Sócrates fue el primer “animal político” de Atenas, y no porque haya participado en las luchas por los poderes de su tiempo, sino porque fue el primero que aprendió a dialogar. No lo hacía, ciertamente, para enseñar nada, porque sabía que él nada sabía y nada tenía que enseñar: lo hacía porque buscaba aprender de los demás, averiguar cuánto sabían; pero al hacerlo, empezó a construir para él y para el mundo unas verdades nuevas, que nunca habían sido dichas pero estaban llamadas a perdurar.
La solidez de esas verdades provenía justamente de haber sido construidas por muchos. Quien lee ahora esos diálogos, casi literalmente transcritos en los primeros diálogos de Platón, puede a veces sorprenderse de encontrar que el aporte de Sócrates no está en las respuestas, sino en su continuo preguntar.
¿Qué significa, en efecto, preguntar? Significa ante todo saber ponerse en igualdad de condiciones entre todos los demás; saber mirar al otro como igual y en paridad de derechos; admitir que es el otro quien puede responder a nuestras dudas; tener conciencia, sin embargo, de que el rumbo del pensar y del diálogo que lo expresa depende precisamente de las preguntas que lo provocan, lo conducen, y saber detenerse en el momento exacto.
Pero si he de ser fiel a mi maestro ocasional, pero maestro al fin, no he de olvidar que dialogar es el fundamento de nuestra condición de seres políticos, es decir, capaces de dar una forma determinada a nuestra natural socialidad. Forma que nadie tiene en el bolsillo para enseñársela a nadie, sino que tiene que ser cada vez re-descubierta, definida, modelada, inventada. Ese y no otro debe ser el propósito del diálogo que hoy mismo comenzamos: el diseño del Ecuador que queremos dejar a nuestros hijos.
ftinajero@elcomercio.org