Al fin sucedió, aunque a estas alturas ya parezca increíble. El afán regulatorio de las autoridades se impuso sobre las pocas observaciones que se hicieron al proyecto con la voz de la razón, y terminó por expedirse de Ley de Cultura.
Aparentemente, la intención es crear los mecanismos institucionales, jurídicos y financieros para ofrecer a la cultura las mejores condiciones para su desarrollo. Pero se olvidó (o se quiso olvidar) que hasta el presente ninguna cultura ha podido alcanzar ningún florecimiento por efecto de una ley. Ciertamente, la historia nos habla de la Atenas de Pericles, de la Prusia de Federico Guillermo, de la Francia de Luis XIV: épocas felices en las que la cultura gozó de la protección del estado y alcanzó unos frutos altamente sazonados. Pero también la historia nos recuerda que la misma Atenas que estimuló el diálogo en la plaza fue la que mató a Sócrates.Pero no vayamos a los ejemplos nobles de un pasado que por desgracia no se quiere recordar en estos tiempos. Volvamos los ojos a nuestro propio país: la más formidable floración cultural que registra el siglo XX fue la que produjo la llamada Generación del Treinta, cuya producción plástica y literaria se multiplicó prodigiosamente en una época de pobreza acuciante e inestabilidad política, sin haber gozado jamás de la protección de un estado que parecía naufragar en medio de la crisis. Sólo más tarde, ya en los años 40 y 50, aquella obra alcanzó una difusión casi masiva merced a la acción de la Casa de la Cultura, que disfrutaba de una autonomía de hecho cifrada en el prestigio de su fundador, mientras su ley constitutiva hablaba de una dependencia del Ejecutivo que se redujo a meros formulismos. Y no es que la Casa haya sido rica: la pobreza también afectaba sus exiguos presupuestos, pero tenía en su haber la convicción de que la cultura sería en adelante el puntal de una nueva Patria, con la única condición de crecer siempre libre, lejos de la sombra ominosa del estado.
Hoy, mediante la ley que acaba de expedirse, esa misma Casa ha llegado a su virtual desaparición. No ha sido necesario escribir ningún artículo legal para disponer su extinción: ha sido suficiente crear un Núcleo provincial en Pichincha, separándolo de lo que era la matriz, convertida ahora en sede nacional, con atribuciones que se reducen a meras formalidades. ¿Un caramelo para premiar a los intelectuales o artistas que lleguen a ocupar la presidencia? Mientras tanto, los Núcleos provinciales, dueños de una engañosa autonomía, quedarán a merced de las tareas “coordinadoras” del ministerio que ejerce el “rectorado” del sector.
Ni la burocracia ni el dinero pueden por sí solos, estimular la producción cultural. No hay cultura que pueda alcanzar un gran nivel por mediación del estado ni es con muchas leyes como se puede estimularla: lo único que puede hacer grande una cultura es la libertad, cuya vigencia irrestricta es ya un imperativo histórico para los ecuatorianos.