Cuando yo era niño, el Diez de Agosto era el gran día de la patria. La gente usaba sus mejores galas para ir hasta la Plaza Grande por las calles embanderadas de la pequeña ciudad que era Quito, a fin de presenciar la solemne colocación de las ofrendas florales en el monumento a la Libertad: las bandas militares llenaban el aire con su música marcial y los altos dignatarios, vestidos de etiqueta y luciendo chisteras, contribuían con sus modales a la pompa desplegada. Algunos llevaban bajo del frac las bandas cruzadas sobre el pecho que acompañaban a las condecoraciones, y blandían elegantes bastones con empuñadura de plata. Luego se veía llegar a los diputados y senadores: iban a la instalación del Congreso, cuyo salón ocupaba el ala norte del Palacio de Gobierno, que aún tenía pisos temblequeantes y escaleras crujientes; pero esa pobreza no impedía que el país escuchara el mensaje del presidente a la nación, que nunca era tan largo como en los últimos tiempos: las cifras y otros datos de esa índole constaban solamente en el informe escrito que se entregaba a los legisladores para su aprobación o rechazo, y el mensaje era sobre todo un homenaje a la patria en su cumpleaños.
Que todo eso era externo y escondía muchas y pestilentes lacras, suele decirse hoy con frecuencia, y dolorosamente es cierto; pero servía al menos para que en los corazones se inflamara ese sentimiento que alentó muchas veces la dignidad que salía a las calles en los días de justas rebeliones. Todo eso parece ahora muy lejano. Hemos olvidado ya los nombres de los Montúfar, los Quiroga, los Morales, los Villalobos, y no damos importancia a los actos que protagonizaron en aquel 1809 de afirmación soberana. El Diez de Agosto es solamente un día feriado. ¿La patria? Ese es ya un concepto que ha pasado de moda y tiene tufo a rancio; como es más importante estimular el turismo, la fecha precisa ni siquiera se celebra: este es un día como cualquier otro, apenas animado por la idea de playa, distracción y descanso. Además, ahora ya sabemos que para ciertos funcionarios, la patria es solamente una palabra para adornar la retórica en los tiempos de campaña; después, algo que sirve para incrementar el patrimonio personal.
Bueno sería que pudiéramos recuperar la celebración del día mayor de nuestra historia, y hacer como hacen los pueblos que de verdad aman no solamente la tierra de sus mayores sino también sus tradiciones, costumbres y valores.
En estos tiempos de vergüenza colectiva, sería muy estimulante, por ejemplo, conocer la renuncia de aquellos funcionarios que se han convertido en el blanco de todas las dudas. Independientemente de su pregonada inocencia, si la tienen, podrían hacer ese renunciamiento en homenaje a una patria que les ha dado todo lo que son y lo que tienen, y que merece contar en sus primeras filas a ciudadanos sobre quienes, como algún día dijo Benjamín Carrión, no haya caído jamás ni la sombra de la sombra de una duda.