Si algo está reñido con la democracia, es la “unanimidad”. Si algo contradice a los fundamentos de la libertad, es la idea de que todo el mundo debe pensar igual, practicar los mismos ritos, adorar a los mismos ídolos.
La tolerancia es la tenue línea que separa dos mundos: el de la imposición del autoritarismo, y el de la discrepancia racional, característica del liberalismo.
El sistema de mayorías y minorías -que es apenas una mecánica imperfecta para solucionar los problemas del régimen parlamentario- induce al error de creer que ser mayoría significa “tener” la verdad política y moral, que los votos transforman la realidad, y que la democracia se reduce a la dogmática imposición de lo que el grupo dominante quiere.
Esa tentación conduce a la exclusión de los “otros”, a la descalificación de la crítica, y a la transformación del adversario en enemigo y del perdedor en reo de pecado político. El problema está en que la democracia, metida en la vía del absolutismo de los votos, puede transformarse en un régimen dictatorial.
La tentación de la unanimidad es una constante en la política: todo el mundo de acuerdo, todos en el desfile, alineados bajo las mismas banderas y gritando idénticas consignas.
Las izquierdas y las derechas tienen la unanimidad en sus agendas y la desean con fervor, porque es más cómodo ejercer el poder bajo el dogma excluyente de que el Supremo siempre tiene la razón, de que le asiste el derecho indiscutible, y de que quien no aplaude es sospechoso de traición. Pero la unanimidad empobrece, esteriliza, mata el pensamiento. Y lo que es peor, produce servidumbre, sometimiento, autocensura. Las sociedades que ceden a la tentación de la unanimidad se transforman en masas de “hinchas”, de partidarios que aclaman, de áulicos que persiguen a quienes se atreven a pensar distinto.
La tarea de los “comprometidos” es, entonces, silenciar a los disidentes, callar a los atrevidos, someter a los herejes. Pero, la sabiduría de los líderes aconseja, en esas circunstancias, desactivar esa tendencia, poner coto a los militantes y ejercer el poder con la grandeza y la generosidad necesarias para sentar a la mesa a los adversarios, callar hasta que hablen, negar sus razones con razones, o admitir sus puntos con inteligencia, y asumir que las comunidades humanas jamás pueden ser grises, ni todos los hombres vestir idéntica casaca.
Paradójicamente, los intelectuales que se enquistan en la gestión política son los más fervientes partidarios de la unanimidad. Y son los cantores de la intolerancia, hasta que la sociedad les pasa la cuenta de su abdicación. Curiosos esos intelectuales, o los que se creen tales, porque de ese modo se transforman en astutos exploradores de la justificación del poder.