Al fin, las izquierdas y las derechas han logrado que triunfe una de sus tácticas más importantes para dominar a la gente. Han logrado que la sociedad se politice, que viva movilizada, dividida por opciones electorales, por visiones, simpatías u odios partidistas. Al fin, han logrado meter gato por liebre y hacer creer que la democracia son las marchas, las campañas y los mítines. Ha logrado convencer que la prosperidad está asegurada por la adhesión a un líder, y con la militancia irreflexiva por un discurso.
La movilización permanente no es tesis original de las izquierdas. Fue y es la tesis de los estrategas de todos los totalitarismos. El fascismo, como el nacionalsocialismo, como los comunistas y los populismos, efectivamente movilizaron a las masas, hicieron de ellas colectivos disciplinados tras las banderas, las consignas y los cánticos. Todos ellos necesitaron y necesitan del “aire” de la movilización, de la politización instintiva y primaria de la gente, porque, de lo contrario, mueren.
El secreto está en la conducta de las masas, en su fuerza y su desborde canalizados hábilmente hacia un objetivo ideológico; en su entusiasmo puesto al servicio de un proyecto que solo conocen los dirigentes.
La democracia representativa está sufriendo irremediable distorsión. Se está disolviendo en la montaraz “democracia de masas” guiada por emotividades primarias y carismas mágicos. Al pueblo, -que, como entidad política real, es una ficción- lo han transformado en actor fantasmagórico, en pieza esencial de la propaganda, en argumento del marketing.
¿Dónde está el pueblo?, ¿existe como comunidad activa, que piensa y siente con independencia del discurso que le venden, que sabe por qué proyecto vota, por qué Constitución se juega? Ese pueblo no existe. Existe, en cambio, gente que disputa ferozmente en la familia y en el barrio, en la fábrica y en la oficina, por simpatías básicas, por adhesiones personalistas, por ilusiones abstractas. Por sentimientos que dividen y que se activan cada vez que se convoca al militante a la marcha, cada vez que se entona el estribillo. Así se logra que, sin saberlo, las masas trabajen al servicio de un caudillo.
La democracia, y la participación se transforman entonces en un trámite, el voto en acto vacío o en homenaje a un candidato, transitorio como todo candidato.
Una sociedad politizada es una sociedad enferma: ha perdido la capacidad crítica, carece de independencia, depende del designio público. No piensa, grita. Es una sociedad que renuncia a la libertad, porque no es realmente libre quien vive pendiente de los resultados de la política, o asustado porque no es de la mayoría. Esas sociedades se traducen en estados que abruman y que secuestran toda ilusión.