En su último artículo, Felipe Burbano nos habla de los dilemas históricos del poscorreísmo, que consisten en la imposibilidad práctica de liberarse de la presencia perturbadora del ex presidente en los movimientos y pasos que se han dado con la intención de dejar atrás su nefasta herencia política. Se trata de una transición tormentosa, confusa, en la que parece que avanzamos y retrocedemos. Así es efectivamente, y solo el tiempo podrá finalmente poner las cosas en su lugar.
Pero hay otro dilema igualmente grave que el país debe enfrentar. Es el que aparece, dramática y perturbadoramente, en el ámbito institucional y legal. También la herencia jurídica del correísmo es nefasta y para superarla, para corregir lo mucho que se debe corregir, parecería que estamos condenados a hacerlo dentro de las perversas instituciones y sirviéndonos de los infames mecanismos heredados.
El caso más patético lo estamos viviendo en estos mismos días. Es sin duda fundamental e indispensable la tarea de limpieza a fondo que realiza el Consejo de Participación Ciudadana transitorio; pero en rigor es paradójico, casi incomprensible, que se tenga que hacerlo desde el órgano político más cuestionado dentro de la estructura constitucional creada en Montecristi. Podremos decir que está bien si el Consejo sirve para este objetivo saneador, porque además su trabajo está refrendado por una consulta popular; pero sabemos también que el tal Consejo no debería haber existido nunca ni debería subsistir luego de cumplida esta tarea.
Esta situación se replica en otros ámbitos. Estamos convencidos, por ejemplo, de que muchas de las innumerables leyes expedidas en esos años deberían ser derogadas, pero ante el riesgo de producir un vacío, no sé de cuanta gravedad, se afirma que por lo menos deberían ser reformadas ampliamente; pero las reformas puntuales, más todavía si son extensas, son parches que deben colocarse por aquí y por allá, creando entes patológicos, leyes frankenstein. Como sospecho que es lo que va a ocurrir con la Ley de comunicación. Perspectiva que aparece más sinuosa todavía con el sistema imperante de debate parlamentario, que estuvo pensado, no para mejorar los textos legislativos, sino para la manipulación de última instancia.
Estos ejemplos nos llevan por supuesto a la matriz del dilema: la Constitución de Montecristi. Ortodoxamente podríamos plantear su reforma de acuerdo con el mecanismo que prevé la propia Constitución. Pero, por una parte, los cambios que se deberían hacer son tan amplios y referidos a tantos aspectos, pues habría que eliminar instituciones, transformar radicalmente otras, sustituir capítulos enteros; y por otra parte, los candados que se han colocado en la Constitución para evitar las reformas son tan difíciles de abrir, que la tarea en la práctica se volvería imposible.
¿Hay solución? La hay: una asamblea constituyente, pero tal como están las cosas, no resulta oportuna y hasta podría degenerar en una peligrosa bomba de tiempo. Me temo que no queda otro camino que seguir caminando en el filo de la navaja.