¿Se puede considerar al papa Francisco un reformador de la Iglesia? Esa es una buena pregunta, pero de compleja respuesta. En algunos aspectos, desde luego que lo es. Pero en otros, entre ellos cuestiones de fondo, todavía no se tiene claro.
No cabe duda de que Francisco cambió significativamente el estilo papal. Es un hombre cuya sencillez va desde usar zapatos comunes y corrientes en vez del calzado rojo hecho a mano para los pontífices, hasta vivir en un cuarto de la residencia para oficiales e invitados del Vaticano, en vez de ocupar las lujosas habitaciones del palacio pontificio.
Es incuestionable su voluntad de llegar a la gente con mensajes de caridad y comprensión que no tuvieron sus antecesores, como entender la situación de parejas divorciadas o de fieles homosexuales que quieren estar cerca de la Iglesia. Y es meritorio su esfuerzo por sanear las finanzas vaticanas, tratando de eliminar malos manejos y contactos mafiosos; es destacable su voluntad de no permitir ni ocultar casos de pedofilia de los curas.
Pero a más de tres años de su pontificado se podría esperar que realice cambios de fondo. Y todavía no los ha efectuado, quizá porque debe ser difícil gobernar una institución con siglos de inmovilismo y burocratización, donde la influencia de grupos extremadamente conservadores es muy grande.
Desde luego que nadie pide que el papa Francisco se declare seguidor de la Teología de la Liberación, del socialismo o de la liberación sexual. Pero hay al menos tres aspectos en los que razonablemente podría dar un golpe de timón.
En primer lugar, es necesario cambiar la tradicional postura sobre la natalidad, que ya en los años setenta fue considerada extrema, aún por parejas muy católicas que fueron consultadas y no escuchadas. Aunque la mayoría de los fieles casados practica ya opciones de control de la natalidad como el preservativo o la píldora, todavía el Vaticano las rechaza. Ese es un anacronismo estéril.
En segundo lugar, es hora de que Roma encuentre un camino para dar opción a que los sacerdotes se casen, como sucede desde siempre en el rito oriental de la propia Iglesia. Eso abriría la posibilidad de más vocaciones y evitaría, al menos en parte, el abuso de niños.
En tercer lugar, no se ha abierto la posibilidad de ordenar diáconos mujeres o diaconizas, una institución expresamente mencionada en el Nuevo Testamento y frente a la cual no hay cuestionamientos doctrinarios, sino solo prejuicios persistentes en medio de la crónica falta de ministros y de avance de las reivindicaciones femeninas.
Son reformas drásticas, se dirá. Pero no es así. Ninguna desafía los dogmas de fe y todas se asientan en la más pura tradición católica. En manos de Francisco está que puedan cristalizarse.