Todo parece indicar que se aproxima el momento de inflexión del diálogo Gobierno-FARC. Depende, en primer lugar, de la aplicación exitosa de lo que acaba de decidir la mesa de La Habana: desescalar la confrontación para construir confianza allá y aquí, y acelerar la negociación ajustando las reglas, la metodología y la hoja de ruta. El trabajo en forma continua y simultánea sobre todos los puntos pendientes tendría que llevar a compromisos sobre reparación de las víctimas, justicia y cese bilateral y definitivo del fuego y las hostilidades, y al fin de la confrontación militar.
Pasar del peor momento de los diálogos al que podría ser el mejor depende, entonces, de lo que hagan diversos sectores dentro y fuera de la mesa. La intensificación de la información gubernamental sobre lo que ocurre en la mesa y el cambio del ministro de Defensa y de la cúpula militar apuntan a superar los mensajes ambiguos que limitaban la generación de confianza en la negociación.
Esa coherencia es indispensable para que los cuerpos militares y policiales no se presten al saboteo del proceso, como lo quisieran algunos políticos y miembros retirados de las Fuerzas Militares. Estas instituciones están más bien abocadas a prepararse cada día mejor para las nuevas circunstancias, asumir su responsabilidad en crímenes como las ejecuciones extrajudiciales y ayudar al Estado a garantizar la vida y seguridad de los guerrilleros en el posacuerdo, en especial allí donde paramilitares de viejo y nuevo cuño han ejercido su dominio.
Las FARC ya han dado más que suficiente demostración de los costos de esta guerra inútil y degradada. Luego de cinco meses de tregua y de dos meses empeñadas en ostentar una absurda evidencia de su capacidad de daño, parecen estar dispuestas a llegar al acuerdo final.
Han prometido una nueva tregua unilateral en periodo electoral, se han involucrado en la discusión de la justicia transicional sobre responsabilidad penal por sus crímenes, ratifican que dejarían las armas, aceptan verificación y monitoreo (lo que implica concentración de tropas), anuncian la liberación de niños reclutados y del subteniente en su poder. Si cumplen sus promesas, la mayor parte de los colombianos aceptaría que se les apliquen penas alternativas como, por ejemplo, de reparación de las víctimas, del ambiente y de las zonas contra las que se han ensañado. Están obligadas a cambiar balas y explosivos por hechos constructivos, ideas y votos.
La evolución del proceso permite forjarse fundadas ilusiones sobre el final positivo de la negociación. Si así ocurre, el país podrá por fin hacerle frente al dramático acumulado de problemas que han alimentado la guerra, y que la guerra misma ha agravado. Pero lograrlo no será fácil y no depende solo del Gobierno y de las FARC.
Socorro Ramírez
El Tiempo de Bogotá, GDA